martes, diciembre 16, 2008

El escritor de relatos

Raymond y Laura se reencuentran en una cena de antiguos alumnos del instituto, promoción del 83. Tras los saludos surge esa pregunta inevitable:

Laura: Dime, Ray ¿tú a qué te dedicas?
Raymond: ¿Yo? Bueno, escribo relatos, algún ensayo sobre literatura, también manuales de escritura creativa, pero sobre todo relatos.
Laura: ¡Ray, qué interesante! ¿y has vendido algo últimamente?
Raymond: ¿Por qué...?, sí: el sofá, el coche y la tele de pantalla plana.

(Interpretación personal de un chiste deprimente)

jueves, diciembre 11, 2008

Uno de cada tres jóvenes españoles, a favor de la pena de muerte...

Eso asegura el Informe Juventud en España 2008, del que se hacían eco los diarios españoles el pasado martes, entre ellos Público, y sobre el que me ha hecho reflexionar hoy mi amigo Méndez.
Parece que estos jóvenes, cada vez más fascistas, no quieren aprender de la experiencia de las generaciones que les han precedido. Este resurgimiento de los sentimientos racistas, ultra-nacionalistas, conservaduristas y fanático-religiosos sólo puede ser fruto de una carencia de conocimiento insalvable en materia humanista. Tan centrados están los planes educativos (y no puedo evitar que me tiemblen los hombros al pensar en el plan de Bolonia) en materias prácticas pro-empresariales que nuestros jóvenes no conocen al ser humano, sino a su representación capitalista y competitiva. Regresamos a la táctica de culpar al otro, al extranjero, de la quema de brujas, del exorcismo y el chivo expiatorio. Esta sociedad ha criado, en lugar de mentes jóvenes y despiertas, perros que guarden la propiedad privada de sus amos, “Elmers” obsesionados en que el “bugs bunny” de turno no le robe las zanahorias que por derecho divino les pertenece.
Esto da para varios ensayos, me temo, pero para pocas soluciones.
Por otro lado, volviendo a la encuesta, habría sido interesante saber cuántos de esos supuestos jóvenes emancipados viven de lo que les da papá: en pisos de estudiantes o residencias, en países extranjeros a costa de la plusvalía del trabajo de aquellos a quienes desprecian...
Mierda de mundo el que hemos construido ¿no?. A veces uno se pregunta qué haría en caso de tener delante un botoncito rojo para la destrucción total asegurada...

viernes, diciembre 05, 2008

"Nosotros, todos nosotros", de Víctor García Antón

Antes de decidirme a leer su segundo libro (“Nosotros, todos nosotros”), había oído hablar mucho de Víctor García Antón. Todos los amigos que me hablaba de él –“¡Qué no has leído aún..!”- lo hacían mostrando una visible emoción, un sentimiento de cariño y respeto que olía como a amistad mezclada con cierta devoción. Yo no conozco a Víctor: es lógico, juego en otra división muy inferior. No tengo la suerte de conocerlo. Al parecer es un tipo sencillo y con un encanto personal muy especial, de los que a todos nos gusta tener cerca. El día menos pensado me planto en Fuentetaja, donde es profesor, con unos pastelitos, como harían las visitas pesadas, y así le pongo fin de una vez a esta falta. Es tanta la curiosidad, que siento la tentación de escribir un relato con este argumento...
Precisamente porque todo el mundo me había hablado maravillas del escritor, me estaba haciendo el remolón a la hora de leer sus relatos. Este soy yo... Hasta que hace unos días, siendo sábado por la mañana (esta información no tiene la menor importancia, pero es que era sábado de verdad) caminando a la deriva (qué palabra tan bella ¿verdad? "de-ri-va") por la calle San Bernardo me pregunté si Tres Rosas Amarillas abriría los sábados por la mañana. Como tampoco teníamos ya nada urgente que hacer, a mi amada no le importó acompañarme para satisfacer mi curiosidad. Y sí, las puertas de Tres Rosas Amarillas estaban abiertas un sábado por la mañana (he aquí la única conexión interesante entre el acto de decir que era sábado por la mañana y el hecho de que lo fuera) y la infinita tentación de sus libros a la venta. Yo tenía otros nombres en la cabeza a la hora de buscar libros, pero al preguntar por ellos (no voy a decir esos nombres aquí para que nadie haga comparaciones gratuitas, que a ninguno satisfacen) salió de mi boca el nombre de Víctor García Antón. Como cabía esperar, teniendo en cuenta lo que he contado hasta ahora, me llevé su libro después de que me confirmaran algo de lo que ya a esas alturas no podía sorprenderme: “¡A Víctor le tenemos un cariño especial!”
Después de leer sus relatos sigo sin conocer a Víctor. Bueno, eso no es del todo cierto: conozco a Víctor entre líneas. Nuestros textos dicen mucho más de nosotros de lo que a veces nos gustaría. Cuando nos damos cuenta de ello sentimos un poco de vergüenza, lo cual es bastante bueno. Retomando el hilo del discurso, después de leer sus relatos no puedo evitar pensar que Víctor debe ser una persona realmente excepcional. Sus relatos me han encantado, he disfrutado como un gorrinillo leyéndolos. Si todo aquel que lo conoce habla primero del escritor y después de la obra, teniendo en cuenta que la obra es estupenda ¿será que el tipo es más que estupendo? Pues no lo sé. Si algún día conozco a Víctor ya os contaré si es tan buen tipo como aseguran. Por lo pronto, no lo dudo. A quienes me han hablado de él yo les tengo también un cariño especial... y no dudo de su palabra. Sin haber descubierto si Víctor es ese gran tipo o no, lo único que puedo hacer, por el momento, es recomendar su colección de relatos “Nosotros, todos nosotros”, de Gens Ediciones. Lo recomiendo fervientemente, no sólo porque a mí me ha gustado, pues no soy nadie, sino porque he leído que a Medardo Fraile le ha gustado, y eso son palabras mayores ¿Acaso no?
Llegados a este punto, me pregunto ¿y para qué todo este rollo de si Víctor es majo o no, si lo que quería era recomendar su libro? Porque así, con esta maniobra de distracción imperdonable, relleno espacio y me evito tener que hacer crítica literaria, que es trabajo de los que de verdad saben.
(Feliz puente a todos, os desea alguien que se mea en la Constitución)

viernes, noviembre 21, 2008

John Steinbeck: Los comienzos

Otra vez me permito el lujo de traducir un texto para el blog, es decir, para vosotros, porque al blog, desde luego, le traerá sin cuidado lo que yo haga o deje de hacer. Lo que dice seguramente ya lo conocemos todos, pero siempre anima que nos cuente la realidad de la escritura, así podemos lamernos las heridas y acariciarnos los lomos.
NOTA: La primera versión del texto que coloqué aquí era inexacto, puesto que se había sustituido el destinatario original, Edith Mirrielees, profesora de escritura de la Universidad de Stanford, por un supuesto destinatario genérico, al modo de una carta abierta o un consejo para escritores noveles. Solventado el error, pido disculpas.

Extracto de la carta dirigida a Edith Mirrielees, profesora de escritura de John Steinbeck en la Universidad de Stanford:
(Fuente: Paris Review)
Aunque debe hacer unos mil años desde que me sentaba en tu clase de escritura narrativa en Standford, recuerdo la experiencia con mucha claridad. Estaba rebosante de energía y entusiasmo y preparado para asimilar la fórmula secreta para escribir relatos breves buenos, incluso geniales. Esta ilusión me la quitaste muy rápidamente. La única forma de escribir un buen relato breve, decías, es escribir un buen relato breve. Sólo después de que haya sido escrito puede ser desmigado para saber cómo se hizo. Es el género más difícil, nos decías, y la prueba reside en los poquísimos relatos breves de carácter genial que hay en el mundo.
La regla básica que nos diste era sencilla y descorazonadora. Para que una historia resultase efectiva tenía que transmitir algo desde el escritor al lector, y el poder de lo que se ofreciera era la medida de su calidad. Más allá de esto, decías, no había reglas. Una historia podría versar sobre cualquier cosa y podría usar absolutamente cualquier medio y cualquier técnica: siempre que fuera efectiva.
Como una cuestión subyacente a esta regla, asegurabas que parecía necesario que el escritor supiera lo que quería decir, en definitiva, que supiera de qué estaba hablando. Como ejercicio, teníamos que intentar reducir la esencia de nuestra historia a un frase, porque sólo entonces podríamos conocerla lo suficientemente bien como para alargarla en tres, o seis, o diez mil palabras.
Así que allá se fueron la fórmula mágica, el ingrediente secreto. Sin más, nos lanzaste por ese camino solitario y desolador del escritor. Y así nos embarcamos en algunas historias abismalmente malas. Si yo había esperado ser descubierto en la flor de la excelencia, los resultados de mis esfuerzos enseguida me desilusionaron. Y si me sentí injustamente criticado, la opinión de los editores a lo largo de muchos años después se volcaron de tu lado, no del mío. Los malos resultados obtenidos en las historias que escribí en la universidad se reflejaron en las notas de rechazo, cientos de notas de rechazo.
Parecía injusto. Podía leer una buena historia e incluso saber cómo estaba hecha, gracias a tus enseñanzas: ¿Por qué no podía entonces hacerlo yo? Bueno, no podía, y quizá fuera porque dos historias nunca pueden parecerse entre sí. En estos años he escrito muchísimas historias y aún no sé cómo abordarlas, salvo comenzando a escribir y arriesgándome.
Si hay algo de magia en el arte de escribir historias, y estoy seguro de que la hay, nadie ha sido capaz jamás de reducirla a una receta que pueda pasarse de una persona a otra. La fórmula parece residir únicamente en el doloroso anhelo del escritor por transmitir algo que siente que es importante para el lector. Si el escritor siente ese anhelo podrá algunas veces, pero de ninguna manera siempre, encontrar la forma de hacerlo. Debes percibir esa calidad que hace que una historia sea buena, o los errores que hacen que sea mala. Puesto que una historia mala no es más que una historia inefectiva.
No es tan difícil juzgar una historia una vez que está escrita, pero, después de muchos años, comenzar una historia me aterra. Me atrevo a decir que el escritor al que no le asuste vive en la feliz ignorancia de la tentadora y remota importancia del medio.
Me pregunto si recuerdas un último consejo que me diste. Fue durante los ricos y locos años veinte, y yo iba a lanzarme al mundo para intentar ser escritor.
Me dijiste: “Te a llevar mucho tiempo, y tú no tienes dinero. Quizá sería mejor si pudieras ir a Europa”.
“¿Por qué?”, pregunté yo.
“Porque en Europa la pobreza es mala suerte, pero en América es algo vergonzoso. Me pregunto si podrás resistir la vergüenza de ser pobre”.
No mucho tiempo después llegó la crisis. Entonces todo el mundo era pobre y se acabó la vergüenza. Así que nunca sabré si hubiera podido soportarla o no. Pero seguramente tenías razón en una cosa, Edith. Me llevó mucho tiempo: muchísimo tiempo. Y aún continúa, y la dificultad nunca ha ido a menos.
Me lo advertiste.


8 de Marzo de 1962

jueves, noviembre 13, 2008

Un código forjado en la intimidad

“...la gente lee novelas de la misma manera que los parientes de la gente que está secuestrada escuchan la voz del cautivo que habla por un teléfono sostenido por el secuestrador: prestan atención, naturalmente, a lo que la víctima dice, pero están totalmente absortos en el tono, el temblor y el timbre de lo que se dice, y leen un código forjado en la intimidad en busca de pistas entre líneas acerca de las condiciones de la víctima, de su paradero, de las perspectivas y de la probabilidad de que regrese sano y salvo”.




(‘Hacia el Oeste, el Avance del Imperio Continua’, David Foster Wallace)

miércoles, noviembre 05, 2008

MANIFIESTO POR EL CUENTO

(Suscribo el siguiente Manifiesto por el Cuento, que firma el escritor Esteban Gutiérrez Gómez, para que este género tenga su espacio en las publicaciones periódicas. "No sólo de blogs vive el cuentista", dice Esteban Gutiérrez)





MANIFIESTO POR EL CUENTO
(carta abierta a todas las publicaciones periódicas)

¿Qué motivó que el cuento como nuevo género literario hubiese tenido dos espectaculares apariciones primero en el siglo XIX y después en el XX?
Curiosamente la respuesta es la misma: la publicación de los mismos en revistas y diarios.
Los cuentos modernos, nacen primero en los periódicos y luego se convierten en libros que los recopilan.
Poe, Chejov, London escribían sus cuentos para periódicos. Carver, Cheever, Fante, Bukowski, y toda la generación del realismo sucio americano de mediados del siglo XX, adelantaban sus publicaciones con cuentos en periódicos. La nueva generación americana del desarraigo publica en fanzines y diarios locales, algunos incluso nacionales con gran tirada, antes siquiera de presentar su primer libro de cuentos.
¿Qué coño ocurre en España con el cuento?
¿Ningún periódico es capaz de liberar una columna para acoger un cuento moderno?
Se trata de dar oportunidades a gente desconocida, pero fielmente cuentistas, no de ofrecer una columna a escritores consagrados que publican como cuento el recorte de un amago de novela.
El cuento es un género narrativo mayor, quizá el más complejo en su elaboración a pesar de su aparente sencillez, que requiere una excelente técnica de relojero para lograr que en el lector surja el efecto deseado.
El cuento es corto por definición, y muy intenso, y el buen cuento marca un antes y un después en la mente del lector que ha sentido como un terremoto bajo sus pies.
El cuento explota en la cabeza, anida en el alma y enseña a ver la vida desde otra perspectiva.
El cuento aguanta sin respirar tres estaciones de cercanías y varias de metro, el lector viaja, sí, pero no en el vagón.
El cuento es el género literario más acorde con el mundo presuroso y alocado actual. Y lo es por dos motivos: 1. Su minimalismo intrínseco; y 2. En su interior guarda una bomba intelectual.
Demos una oportunidad al cuento.
Cada año más cuentistas se suman al movimiento. Mucho tienen que ver en ello las escuelas de creación literaria y talleres que se han multiplicado por cien en los últimos tiempos.
El cuento como paso de la nada a la novela ya no es un simple ejercicio de preparación. Muchos de los cuentistas modernos son conscientes de que han encontrado en el relato corto su distancia.
El cuento, el buen cuento, es un reto.
Los cuentistas son a su vez devoradores de cuentos, fagocitan y degluten relatos con la esperanza de descubrir una nueva forma de tallar ese “diamante” en bruto que es la idea previa a la composición.
Demos una oportunidad al cuento.


Esteban Gutiérrez Gómez.
Cuentista.
http://ellaberintodenoe.blogspot.com/
http://bacovicious.blogspot.com/
http://esferadeletras.blogspot.com/index.html

jueves, octubre 30, 2008

Nosotros, todos nosotros

La Biblioteca Regional de Madrid Joaquín Leguina (C/ Ramírez de Prado, 3) y Gens Ediciones presentarán mañana, viernes, 31 de octubre, "Nosotros, todos nosotros", el nuevo libro de realtos de Victor García Antón. Desgraciadamente yo no puedo ir, aunque me apetece más que pasarme la tarde tratando de leer un libro dentro en un vagón lleno de portátiles, Nintendos, politonos y teleconversaciones a voz en grito (nadie aprecia el valor del silencio...). Yo, en este caso, tengo que elegir y elijo reunirme con mi amada; y sacrifico este acto de presentación, pero os recomiendo asistir. Podréis ver por allí las caras de muchos cuentistas imprescindibles.

jueves, octubre 23, 2008

Sueño americano

“Me comprometí a pagar los plazos y de repente, lo mismo daba que lo intentara con todas mis fuerzas, daba igual lo que hiciéramos, no podíamos. Entonces miras a tus hijos y dices: ‘¿Sabéis qué? Mamá y Papá han fracasado’. Es insoportable”

Kristin Bertrand, cuya familia perdió su casa por ejecución hipotecaria.

miércoles, octubre 15, 2008

La perfección es el consuelo de quienes no tienen nada más

Hace un tiempo hice una traducción de un artículo de Richard Ford. Como la traducción tuvo buena acogida y nadie me amenazó de muerte por ello, me he atrevido hoy con un artículo de Steven Millhauser acerca del relato breve. Espero que lo disfrutéis.


La Ambición del Relato Breve



Por STEVEN MILLHAUSER
Publicado en The New York Times: 3 de Octubre de 2008
Traducido por David Condés: 15 de Octubre de 2008

El relato breve: ¡qué porte modesto! ¡qué maneras humildes! Se sienta ahí, en silencio, con la mirada baja, casi como si tratara de pasar desapercibido. Y si de algún modo ha de atraer tu atención, dice con rapidez, en un tono valiente de ligero auto-reproche, consciente de todas las posibilidades de la decepción: “no soy una novela, sabes. Ni siquiera una corta. Si es eso lo que estás buscando, no me quieres a mí”. Rara vez una forma ha dominado tanto a otra. Y nosotros lo comprendemos, asentimos con complicidad: aquí en América, el tamaño es poder. La novela es el Wal-Mart, el increíble Hulk, el avión jumbo de la literatura. La novela es insaciable: quiere devorar el mundo. ¿Qué le queda por hacer al pobre relato breve? Puede cultivar su jardín, practicar la meditación, regar los geranios en la jardinera de la ventana. Puede asistir a un curso de literatura creativa no novelesca. Puede hacer lo que más le guste, siempre y cuando no olvide cuál es su sitio: siempre y cuando permanezca callado y se mantenga al margen. “¡gresca!” grita la novela. "¡Aquí llego!" El relato breve siempre anda ocultando la cabeza para cobijarse. La novela acapara el terreno, corta los árboles, levanta los bloques de pisos. El relato breve se escabulle entre el pasto, se cuela por debajo de la cerca.
Por supuesto que existen virtudes asociadas a lo pequeño. Incluso la novela lo reconocerá. Las cosas grandes tienden a ser inmanejables, pesadas, toscas; lo pequeño es el reino de la elegancia y de la gracia. Es incluso el reino de la perfección. La novela es exhaustiva por naturaleza; pero el mundo es inagotable; por lo tanto la novela, ese batallador de Fausto, nuca consigue alcanzar su deseo. Por contraste el relato breve es inherentemente selectivo. Al excluir prácticamente todo, puede dar una forma perfecta a lo que queda. Y el relato breve incluso revindica un tipo de compleción que la novela elude: tras el acto inicial de exclusión radical, puede incluirlo todo de lo poco que queda. La novela, cuando se acuerda del relato breve, se complace en ser generoso. “Te admiro”, dice, colocando su basta mano sobre el corazón. “En serio. Eres así –eres así-” ¡Tan bello! ¡tan sutil! ¡de tan alta categoría! E inteligente también. La novela difícilmente consigue contenerse. Al fin y al cabo ¿qué importancia tiene? No es más que palabrería. Lo que a la novela le importa es la inmensidad, es el poder. En el fondo de su corazón desprecia al relato breve, que se las compone con tan poco. No soporta la austeridad del relato breve, su inhibición del apetito, sus negaciones y renuncias. La novela quiere cosas. Quiere territorio. Quiere el mundo entero. La perfección es el consuelo de quienes no tienen nada más.
Ese es el valor del relato breve. Modesto en sus pretensiones, tímidamente orgulloso de sus pequeñas virtudes, algo inquieto con relación a su presuntuoso rival, se conforma con volver a sentarse y dejar que la novela se encargue del gran mundo. Sin embargo, sin embargo. La pose modesta –¿me equivoco, o es un poco exagerada? Esas miradas de soslayo- ¿contienen un toque de malicia? ¿Puede ser que el pequeño relato breve se atreva a tener sus propias ambiciones? Si es así, nunca las admitirá abiertamente, debido a un agudo instinto de autoprotección, un dilatado hábito de secretismo nacido de la opresión. En un mundo regido por las jactanciosas novelas, lo pequeño ha aprendido a abrirse paso con cautela. Tendremos que intuir su secreto. Imagino al relato breve protegiendo un deseo. Imagino al relato breve diciéndole a la novela: Puedes tenerlo todo –todo- lo que yo pido es un simple grano de arena. La novela, con un encogimiento de hombros despreocupado, en un gesto a la vez jovial y despectivo, concede el deseo.
Pero el grano de arena es la vía de escape del relato. El grano de arena es la salvación del relato. Sigo el ejemplo de William Blake: “Ver el mundo en un grano de arena”. Piensa en ello: el mundo en un grano de arena; lo que es igual que decir: cada parte del mundo, por pequeña que sea, contiene el mundo por entero. O por decirlo de otro modo: si concentras tu atención en una porción aparentemente insignificante del mundo, encontrarás, en las profundidades de su interior, nada menos que el propio mundo. En ese sencillo grano de arena yace la playa que contiene al grano de arena. En ese sencillo grano de arena yace el océano que rompe contra la playa, el barco que navega el océano, el sol que brilla sobre el barco, los vientos interestelares, una cucharilla en Kansas, la estructura del universo. Y ahí tienes la ambición del relato breve, la terrible ambición que subyace a su modestia fraudulenta: dar cuerpo al mundo entero. El relato breve cree en la transformación. Cree en los poderes ocultos. La novela prefiere las cosas a plena vista. No tiene paciencia con los granos de arena individualmente, que brillan pero son difíciles de ver. La novela quiere barrerlo todo con su poderoso abrazo: orillas, montañas, continentes. Pero nunca puede tener éxito, porque el mundo es más extenso que una novela. El mundo se escapa corriendo en cada punto. La novela salta sin descanso de un lugar a otro, siempre hambrienta, siempre insatisfecha, siempre temerosa de llegar a un final: porque cuando ella se pare, exhausta pero nunca en paz, el mundo se la habrá escapado. El relato breve se concentra en su grano de arena, en la creencia apasionada de que ahí -justo ahí, en la palma de su mano- yace el universo. Busca conocer ese grano de arena de la manera en que un enamorado busca conocer la cara de su amada. Espera el momento en que el grano de arena revele su verdadera naturaleza. En ese momento de expansión mística, cuando la flor macrocósmica rompe de la semilla microcósmica, el relato breve siente su poder. Se hace más grande que él mismo. Se hace más grande que la novela. Se hace tan grande como el universo. Ahí dentro yace la inmodestia del relato breve, su agresividad secreta. Su método es la revelación. Su pequeñez es la mediación de su poder. La poderosa masa de la novela se descubre como la imagen irrisoria de la debilidad. El relato breve se disculpa por nada. Se regocija en su brevedad. Quiere ser incluso más breve. Quiere ser una única palabra. Si pudiera encontrar esa palabra, si pudiera pronunciar esa sílaba, todo el universo reventaría con un bramido. Esta es la exorbitante ambición del relato breve, que es su fe más profunda, que es la grandeza de su pequeñez
.

martes, octubre 07, 2008

Breve listado de vocablos, conceptos y eufemismos atroces

Privacidad, apolítico, sentido común, vías de desarrollo, inversión, "expertise", pragmatismo, accionariado, bienestar, homilía, valoración, desplome, competitividad, democracia, "usabilidad", innovación, cónclave, concurso, verdad, eje, antisistema, emisión, sensatez, mando, cooptación, posicionamiento, publicidad, conservador, cultura de empresa, consumidor, ranking, banca, éxito, favor, gestión, endogamia, conectividad, emporio, gente, reserva, red de contactos, desfile, impago, inocencia, verde, trasnochado, joven radical, "hobby", promotor, auditoría, defensa, comercialización, regularización, deuda externa, ayudas, querella, realeza, asertividad, beneficio, aseguradora, préstamo, cooperante, fiscalizar, inyectar, liquidez, orden internacional, cambio climático, amenaza, (in)migración, requisito, imagen, energética, sínodo, miedo, moderación, pérdidas, rehabilitación, global, centro político, caridad, alianza, constitución, solidez, hispanidad, absorción y compensación, venta, tropa, Tíbet, cotización, fosa, multinacional, dios, plan de rescate...

martes, septiembre 30, 2008

¿Un paso hacia las huelgas en toda Europa?

En la madrugada de ayer, los ministros de Trabajo de la UE aprobaron, por mayoría cualificada, el texto que da luz verde a la ampliación de la jornada de trabajo hasta un máximo de 65 horas semanales. La Comisión Europea lo ha considerado “un paso adelante para los trabajadores” y un refuerzo del papel del diálogo social. Esto, no sólo parece una tomadura de pelo, sino que lo es, y en toda regla.
En caso de que el Parlamento Europeo dé el visto bueno a este acuerdo (que lo dará), cada Estado miembro podrá elevar el máximo vigente, desde las 48 horas actuales hasta las 60, para casos generales, y 65 para casos “especiales”, como son los trabajadores de la sanidad. Con esta directiva algunos Estados miembro buscan la vía para legalizar una situación ya existente en sus territorios, en los que ciertos colectivos trabajan por encime del límite semanal. De esta manera, con lo que será la nueva directiva (esto ya no es posible que se pare a nivel de la Unión Europea), dicho límite “oficial” seguirá siendo el de las 48 horas reconocidas hace 91 años por la OIT, mientras que, de forma individual, cada trabajador podrá pactar con el empresario, con el techo de 60 ó 65 horas, según el caso. Creo que no hay que explicar mucho sobre la aberración contra el derecho social que supone permitir que el trabajador negocie a solas con el empresario, renunciando a los logros conseguidos en materia legal gracias a la lucha colectiva de los trabajadores ¿Desde cuando el trabajador, en solitario, puede comparar su fuerza negociadora con la de un empresario? No es sólo un hecho alarmante, es un acuerdo que abre las puertas a otros posibles retrocesos en este campo. El trabajador ha sido siempre el tronco que alimentaba las calderas de la economía. Ante la escasez de troncos, ahora se nos pide que ardamos de una forma mucho más eficiente y duradera...
¿Esto es un avance? ¿Un paso adelante? En todo caso, y con suerte, un paso en el camino hacia el despertar de la conciencia de clase entre las masas adormecidas.
Por el momento, el gobierno español se ha opuesto a esta directiva; pero es sólo cuestión de tiempo verlo ceder ante las presiones de los empresarios.
¿Para cuando las huelgas?

miércoles, septiembre 24, 2008

Contradicciones

Leía ayer, en El País, que la editorial Acantilado pondrá a la venta, a partir del 27 de septiembre, el libro Correspondencia, que recoge una selección de 387 entre las más de 10.000 cartas que el museo Tolstoi de Moscú conserva de este gran maestro de la literatura. Este volumen se suma, pues, a los otros dos publicados por la misma editorial (y misma traductora, Selma Ancira) como Diarios de Tolstoi.
Hace tiempo, a propósito del libro Sobre la creación literaria (Fuentetaja) que recogía una acertada selección de cartas de Gustave Flaubert, no pude evitar plantearme ese dilema que, por un lado, me hace recelar de las intrusiones que a menudo hacemos en las parcelas personales de aquellos a quienes admiramos (quizá no todo lo que escribe un escritor debe ser publicado, sino sólo aquello que, al menos, superase su propio filtro); mientras que, por otra parte, despertaba en mí un interés magnífico hacia los posibles hallazgos y las ventajas personales de conocer y, quizá -con mucha suerte-, comprender el consciente y el subconsciente de un genio. Y todo ello, claro, como fuente de mi propio placer.
Hoy este dilema sigue siendo el mismo, aunque debiera reconocer que algo apaciguado. Racionalmente sigo considerando importante el simple hecho de que alguna vez nos detengamos a reconsiderar los aspectos menos prácticos de nuestros actos y más ligados a esos cimientos éticos e ideológicos sobre los que debiéramos apoyarnos (iba a decir “descansar”, que mamón es el subconsciente). Emocionalmente, sin embargo, deseo leer las cartas de Tolstoi.
Llevado a un punto algo más extremo, me consta que mucha gente decidiría que busco problemas donde no los hay, que no se hace mal a nadie con ello, menos aún cuando el autor lleva muchos años muerto. Quizá tengan razón, claro. Y me hablarían de las “ventajas” frente a los “inconvenientes” y aplicarían, como con todo, esa lógica imperante del beneficio humano, del estudio en aras del progreso, etc. Futuro, futuro..., progreso. Esa línea recta con una zanahoria al final, que es la muerte. Por suerte, creo, sin embargo me detengo en estos detalles. Quizá este hábito me haya hecho ganarme el apelativo de “Dr. No” ¿Cómo explicarlo? ¿Cómo hacer comprender al otro? No son ganas de complicar las cosas, sino todo lo contrario. Son ganas de detenerme a contemplar y a tratar de comprender. Son ganas de destruir los aceleradores de partículas, de decir no en cada ocasión que se me quiera imponer otra velocidad que me obligue a la acción sin una extensa y placentera reflexión previa, sin dejar la casa barrida. En este sentido, quiero ver el mundo a la velocidad que lo ve una mosca. Quiero poder preguntarme si, en este caso, el autor deseaba guardar su intimidad en un cajón alejado del progreso. Quiero poder plantearme este dilema (como he dicho antes, algo más apaciguado) sin que suponga un atentado o un insulto a la “cultura”. Quiero poder decir esto y desear, con todo, leer las cartas de Tolstoi.

lunes, septiembre 15, 2008

Necrología

David Foster Wallace fue encontrado muerto en la noche del pasado viernes. Se había colgado en su casa de California, a los 46 años biológicos. Otro escritor que no ha soportado el tufillo a mierda que a veces despide la existencia.
Es una pena.

miércoles, septiembre 10, 2008

A propósito de la película "Che, el Argentino"

La primera vez que oí y retuve en mi memoria el nombre de “Che” Guevara, el revolucionario ya había muerto (una década atrás, camino de dos), mientras que el mito no paraba de crecer. Creo que yo tenía entre seis y siete años, incluso podría decir que menos. “Che” Guevara ¿Quién era ese hombre misterioso cuyo apelativo tan sonoro yo era incapaz de transcribir (“Cheguevara”)? Fue, sin duda, su nombre lo que me cautivó en primer término.
Para entonces la figura del “Che” se había instalado en mi casa de forma permanente al menos como personaje histórico, a raíz, sobre todo, de una serie de artículos que mi abuelo escribiera en su día con motivo del asesinato del guerrillero. Mi abuelo ya entonces era corresponsal para América Latina del diario Pueblo, periódico en el que concurría lo que ha sido el cogollito de periodistas más o menos ilustre y laureado de los años ochenta y noventa. (En una de las últimas veces que mi abuelo me llevó a la redacción, por Navidad, época en la que él regresaba desde la otra orilla, fue cuando yo decidí que de mayor iba a ser periodista. Y luego resultó que no... En ese edificio de la calle Huertas había pasillos largos, ruido de teléfonos, un ascensor con puertas de reja y señores que me daban caramelos. Claro, confundí la realidad del periodismo...). Como digo, trasladado hasta Bolivia desde algún otro lugar del continente con la urgencia impuesta por la sed de noticias en primicia, varios artículos suyos ocuparon, día tras día, la portada del periódico bajo el título “Muerte y sepulcro del Che”. Esto fue en 1967, y yo aún no habia nacido. Aquellos artículos durmieron después durante varios años en una carpeta azul, junto con muchos otros, en el baúl de las-cosas-importantes-que-no-se-tiran-y-que-ya-tampoco-se-leen. Porque, siendo sincero, en mi casa lo importante no era el “Che”, sino mi abuelo y los méritos obtenidos por su labor periodística. De modo que, en gran medida, si se hablaba del “Che” era como de un actor secundario en la vida de mi abuelo. Desde entonces, aquel nombre, "Che" Guevara, y aquel final trágico sonaban como objeto periodístico de cuando en cuando en mi casa, en la de mis abuelos (cuando el abuelo ausente regresaba con aire de indiano, hasta que muriera en 1982), y en otros escenarios domésticos. Conversaciones de mayores que yo hacía como que no pero que sí escuchaba (“con este niño se puede hablar de todo, que no interrumpe ni luego dice nada por ahí”). En mi casa sonaba el nombre del "Che" siempre seguido del apellido Guevara. Siempre. Sonaba porque mi abuelo había escrito algo acerca de su muerte y eso era en sí mismo importante para mi familia. De modo que a veces se escuchaba: "Che" Guevara, y eso hacía que el nombre resultara tan familiar como el del tío Salvador o la abuela Anselma, a quienes tampoco había conocido. La familia se componía de algunos presentes y otros tantos ausentes, algo de lo que García Márquez no se hubiera extrañado.
En pocos años, lo que para mí aún era el misterio del “Che” y la Revolución había germinado en una curiosidad moderada. Antes de que aquellos artículos de mi abuelo cayeran en mis manos (tiempo después, como fruto de la casualidad, el aburrimiento y la curiosidad de un mes de agosto), de las respuestas imprecisas que recibí a mis preguntas de quién era el “Che” sólo me quede con “un guerrillero, hijo, un guerrillero”. Con esos ingredientes había nacido para mí un misterio rodeado de confusión. ¿Un guerrillero? ¿Qué era un guerrillero? ¿Era bueno o malo ser guerrillero? ¿Qué tenía que ver mi abuelo con un guerrillero? ¿Podía jugar a que yo era un guerrillero, o eso estaba mal?
La primera imagen que recuerdo haber visto del “Che”, sabiendo ya que se trataba del “Che” (la famosa fotografía de Alberto Korda no la asociaba aún con el personaje), fue la foto de su cadáver, un mes de agosto aburrido, a la hora de la siesta. Unos doce años tendría yo. Desde el campo entraba en el cuartillo de los trastos viejos el canto de las chicharras, el calor, la humedad. Había que retirar discos antiguos y tollas viejas para poder abrir el baúl. “Muerte y sepulcro del Che”, en letras rojas y grandes, y la foto de un hombre muerto, demacrado, que no me inspiraba miedo.
La lectura de aquellos artículos, casi incomprensibles aún, no fueron suficientes para satisfacer una curiosidad ya de cierto recorrido. Lo que leí acerca de él más tarde tampoco fue suficiente. Mal encauzado, llegué a conocer más detalles acerca de quién era el “Che” y lo que para el mundo representaba, como revolucionario, como loco incluso para algunos; pero mis sentimientos hacia él aún eran confusos, fruto todo de una mezcla de verdades y mentiras que se habían creado alrededor del mito, fruto también de una mezcla de verdades y mentiras que se habían creado alrededor del marxismo, del bloque soviético, del comunismo, de la Revolución Cubana. De hecho, no fue hasta que en un punto confluyeron esta curiosidad prematura, y un tanto pueril, con un conocimiento más profundo de lo “político” (para lo que fueron necesarios cinco años en la facultad de Ciencias Políticas y muchas lecturas, estudios y reflexiones posteriores), y un posicionamiento ideológico levantado no sólo desde el sentimiento, sino desde lo racional, que conocí más de cerca la biografía del “Che” y mi admiración por él llegó a lo que es hoy. De modo que, después de muchos años, los dos extremos se unieron y el círculo amoroso se cerró. Aquella curiosidad enigmática, nacida de una idea a medio camino entre el misterio y la casi familiaridad con el hombre (había estado allí desde el principio), se completó con el respeto y la admiración por el revolucionario.
Quizá por eso (por la ilusión de familiaridad, por la admiración y el respeto), muy por encima de las críticas que se pueden leer estos días a favor o en contra de la película “Che, el Argentino”, de las opiniones dirigidas acerca de su simbología de ayer y de hoy, a mí me ha emocionado hasta lo indescriptible ver en una pantalla de cine una película que es, por lo pronto, bastante fiel a “Pasajes de la guerra revolucionaria”, libro que escribiera el propio Ernesto Guevara a propósito del tiempo pasado en la Sierra Maestra. La interpretación de Benicio del Toro, por otro lado, resulta muy creíble, no ya por el parecido físico entre ambos, sino por haber interiorizado al “Che”. Hay detalles que se echan de menos, algo comprensible en el ejercicio de síntesis necesario para abarcar todo el período que va desde el primer encuentro entre el “Che” y Fidel, en México, hasta la batalla de Santa Clara.
Podemos debatir sobre lo que no se ha dicho en la película, e incluso lo que para algunos se ha dicho de más. Podemos debatir sobre tantas cosas...
En cualquier caso, yo no hubiera pretendido hacer la película de otra forma.

jueves, septiembre 04, 2008

La felicidad de no ser más que un idiota

AVISO: El video al que se enlazaba desde esta entrada ha sido eliminado del servidor. Por respeto a quienes han participado, mantengo el texto y los comentarios.
Pido disculpas.

Por lo general no suelo ocuparme en ver videos acerca de las "chorradas" que hace o dice la gente. Ya es suficientemente triste vivirlo en directo cada día, sin necesidad de cámaras. Mucho menos cuando un presentador graciosete pretende reírse de la incultura del pueblo. Por estos lares se utiliza mucho este formato, con la diferencia de que aquí se busca premeditadamente a aquellos individuos (ya me salió la vena sociológica) que aparentan no ser muy "leídos", que dicen las abuelas. Pero este video es diferente. No es "¡ay, que tonto eres que no sabes nada!", es un "¡no sé ni cómo sigues vivo con lo demencialmente memo que eres!". No por ser algo conocido resulta menos preocupante, teniendo en cuenta, sobre todo, cómo las sociedades del resto de países occidentales (suma y sigue) se parece cada vez más a ésta.

lunes, septiembre 01, 2008

Ángel Zapata en Tres Rosas Amarillas

Ángel Zapata inaugura la sección "Mi Cuento", en la Web de Tres Rosas Amarillas (librería especializada en relato), hablándonos de “Mueran los cabrones y los campos del honor”, de Benjamin Péret. Son pocas las ocasiones en las que podemos ver cómo Zapata asoma su garra por el caño, pues es de poco dejarse ver. (No) Hacerlo es una decisión personal militante, casi (y no tan casi) un imperativo moral e ideológico. Por eso esta aparición se trata, sin duda, de una muestra de amistad hacia quienes dirigen el rumbo de esta librería, por un lado, y de un guiño generoso hacia el resto de la tribu de los lectores y escritores de cuentos. Porque de vez en cuando, a pesar de todo, hay que acercar la mecha a los montoncitos nuevos, por si acaso alguno tiene pólvora.
Por eso es obligado para mi agradecer a Ángel Zapata y a Tres Rosas Amarillas que nos hagan este regalo tan valioso, y recomendaros la visita a la sección "Mi Cuento".

lunes, agosto 25, 2008

La verdadera variedad o la imitación puramente formal de la variedad

Lo confieso: la obra de Proust es tan intensa que en ocasiones resulta incluso excusado (al menos yo me excuso a mí mismo) pasar por encima de alguna de sus perlas sin haberlas visto brillar en todo su esplendor: el cerebro, que en realidad es un poco vago, sube a oxigenarse a la superficie desde las espesas profundidades de la prosa y se deja arrastrar por la corriente de un estilo exquisito. Algunas de la grandes obras maestras ejercen una especie de fuerza centrífuga, que obliga al lector a mantenerse alerta y bien amarrado al sentido de lo que se lee, o de lo contrario puede darse cuenta de que lleva una docena de páginas leídas, con la sensación desagradable de no saber muy bien dónde se encuentra ni cómo ha llegado hasta allí.
Confieso, además, que yo utilizo tapones de cera para los oídos cuando leo a Proust. Y no sería ya la primera vez que, con los tapones puestos, regurgitara algún fragmento recién leído y sin digerir. Alguna vez incluso me he quedado dormido en este proceso, en una situación de pesadez mental insalvable y, al mismo tiempo, placentera. ¿Cómo se come esto? No tengo ni la menor idea. La malabestia de Proust tiene, además, la habilidad de escarbar en mi subconsciente y traer hasta el presente recuerdos de experiencias sensoriales muy lejanas que, en cierto modo, me aturden ¿Cómo lo hace? No me voy a meter en esto, claro, no soy tan presuntuoso como para siquiera imaginarme que puedo. Tan sólo quería, a modo de ejemplo, mostraros esta perlita, por la que pase demasiado deprisa la primera vez:

«Y así, sucede con todos los grandes escritores que la belleza de sus frases es imposible de prever, como la de una mujer que todavía no conocemos; es creación, porque se aplica a un objeto exterior en el que están pensando --y no en sí mismos-- y que aún no habían logrado expresar. Un autor de nuestros días que escribiera memorias y desease imitar a Saint-Simon, como el que no quiere la cosa, en rigor podría llegar a escribir el primer renglón del retrato de Villars: «Era un hombre de buena talla, moreno..., con fisonomía viva, abierta, saliente»; pero ¿qué determinismo sería capaz de llevarle a dar con la segunda línea, que continúa: «y, a decir verdad, un poco alocado»? La verdadera variedad consiste en una plenitud de elementos reales e inesperados, en la rama cargada de flores azules surgiendo, cuando nadie lo esperaba, del seto primaveral, que parecía ya incapaz de soportar más flores: mientras que la imitación puramente formal de la variedad (y lo mismo se podría argumentar para las demás cualidades del estilo) no es otra cosa que vacuidad y uniformidad, es decir, lo opuesto a la variedad, y sin con ella logran los imitadores dar la ilusión y el recuerdo de la variedad verdadera es sólo para aquellas personas que no la supieron comprender en las obras maestras»



(Marcel Proust: En busca del tiempo perdido. 2. A la sombra de las muchachas en flor)

miércoles, agosto 13, 2008

Escribe una frase tan verídica como sepas

Será una exageración; pero no es imposible llegar a pensar que si giro seis veces sobre los talones mientras silbo “La vaca lechera”, de la Radio Orquesta Topolino; si aprieto el botón de encendido del ordenador con el dedo meñique; si me paso la punta de la lengua diecisiete veces por el hueco de la muela que me quitaron hace un año, o si, en su defecto --si el diecisiete está gafado temporalmente-- la paso en series de dos o cuatro pases rápidos, siempre y cuando el total de incursiones de la lengua en el agujero nunca dé como resultado ni tres ni múltiplos de tres; entonces, y sólo entonces, podré escribir como es debido. Así de complicado puede llegar a ser encontrar el verdadero momento, el instante preciso en que las musas, el café, el picor de orejas y otros elementos esenciales de la escritura se acoplen para brindarnos una sesión de escritura. “Algún día no tendré sueño por la tarde, algún día escribiré un poema que encenderá volcanes en las colinas que están ahí fuera”, dice Bukowski (gracias, Viajero Solitario por enseñarme este poema). Es complicado, claro, porque ese instante no existe. No existe esa tarde en la que no tendré sueño. Que me corrija alguien si me equivoco; pero creo que fue el inefable Paco Umbral quien dijo que un escritor siempre puede escribir, igual que un pianista siempre puede tocar el piano. Es decir, que para escribir uno sólo tiene que ponerse a ello. Otra cosa es lo que salga de ahí, o el esfuerzo de no sucumbir a las tentaciones más allá del escritorio y de nuestra endiosada imaginación.
¿Quieres escribir? Escribe. ¿Quieres escribir la obra más grande de todos los tiempos? ¿en serio? ¡Venga ya...! Jua, jua, jua.
¿Por qué la culpabilidad? Lo difícil de lo que propone Ford no es hacer cualquier otra cosa que nos apetezca en lugar de escribir, lo difícil es no sentirse culpable por no estar escribiendo. Quizá pensemos que ese poema (relato, novela, haiku, aforismo, etc.) que encenderá volcanes en las colinas de ahí fuera está siendo sacrificado, un aborto ilegal, porque no escribimos.
El consejo de Natalie Goldberg a los nuevos escritores: considera que un día sin escribir es un día perdido. Demasiada presión, creo yo. Vale, a escribir se aprende escribiendo, pero la creatividad puede morir de sobredosis de escritura. Escribir tiene mucho de descenso a los terrenos del subconsciente, mucho de sesión espiritista en la cual el escritor busca llegar al trance con su propio espíritu. Pero ese es, quizá, el punto más álgido del proceso, al que no se llega siempre. Quizá así sea mejor, por mantenernos lejos de una crisis nerviosa por exceso de ambición literaria.
Como dice Enrique Páez, para querer ser escrito hace falta ser masoquista. Y, sin embargo, qué sensación --¡qué sensación!-- esa de haber escrito bien, de haber acabado lo que te proponías, de haber fluido por el texto de esa manera siempre inesperada y extraña que tiene el fluir por el texto, y así poder bajar los largos tramos de escalera teniendo la conciencia de que el trabajo se ha dado bien...


"Era una maravilla bajar los largos tramos de escaleras y tener conciencia de que el trabajo se me había dado bien. Cada día seguía trabajando hasta que una cosa tomaba forma, y siempre me interrumpía cuando veía claro lo que tenía que seguir. Así estaba seguro de continuar al día siguiente. Pero a veces, cuando empezaba un cuento y no había modo de que arrancara, me sentaba ante la chimenea y apretaba una monda de mandarina y caían gotas en la llama y yo observaba el chisporroteo azulado. De pie, miraba los tejados de París y pensaba: «No te preocupes. Hasta ahora has escrito y seguirás escribiendo. Lo único que tienes que hacer es escribir una frase verídica. Escribe una frase tan verídica como sepas.» De modo que al cabo escribía una frase verídica, y a partir de allí seguía adelante. Entonces se me daba fácil porque siempre había una frase verídica que yo sabía o había observado o había oído decir. En cuanto me ponía a escribir como un estilista, o como uno que presenta o exhibe, resultaba que aquella labor de filacterio y de voluta sobraba, y era mejor cortar y poner en cabeza la primera sencilla frase indicativa verídica que hubiera escrito. En aquel cuarto tomé la decisión de escribir un cuento sobre cada cosa que me fuera familiar. Tenía esa intención presente siempre que escribía, y me daba una disciplina buena y severa.
En aquel cuarto aprendí también a no pensar en lo que tenía a medio escribir, desde el momento en que me interrumpía hasta que volvía a empezar al día siguiente. Así mi subconsciente haría su parte de trabajo y entretanto yo escucharía lo que se decía y me fijaría en todo, con suerte; y aprendería, con suerte, y leería para no pensar en mi trabajo y volverme impotente para rematarlo. Bajar la escalera cuando el trabajo se me daba bien, en lo cual entraba suerte tanto como disciplina, era una sensación maravillosa y luego estaba libre para pasear por todo París."

(Ernest Hemingway. "París era una fiesta")

lunes, agosto 11, 2008

Quiero Ser Rentista (Digresión Ético-Etílica Ante Mortem)

Ayer cumplí los treinta y cinco. Felicidades, felicidades, y que cumplas muchos más, etc. Tengo barba, canas, patas de gallo, y si me doy un golpe por descuido --o no, lo del descuido--, la zona afectada me duele por varios días. Es decir, ya no puedo enfadarme con el mocoso que se dirija a mí con un “señor, ¿me dice la hora?”. Me alejo de mis comienzos ¿Maduro? La existencia es así. Si bien creí haber llegado a un pacto de no agresión entre los demiurgos y yo, lo cierto es que ellos, insolente pandilla de titiriteros, han incumplido su parte del acuerdo. Y por mí sigue pasando el tiempo, todo él, como si éste no tuviera otras cosas mejores que hacer, así como dejar caer la arena de uno a otro cono del reloj, desplegar telarañas cuidadosamente en los ángulos agudos de un desván en el boulevard Saint Germain, o ponerle el punto final a la historia del penúltimo imperio. Como si el tiempo no tuviera nada mejor que hacer que pasar por mí, pobre de mí. Roto el acuerdo entre las partes, a partir de ahora me siento con derecho a cagarme en dios cada vez que se me antoje. Que esto quede claro, que conste en acta: “Derechos de uno mismo al llegar a los treinta y cinco”, por David Condés. ¿Acaso no podría llegar a ser un best-seller? Por lo tanto amanece hoy y ya son treinta y cinco y un día. ¿Igual que una condena? eso hubiera afirmado yo si aún tuviese treinta y cuatro. Pero ya no los tengo y, en consecuencia, ya no digo esas cosas, pues con los treinta y cinco he madurado. Así que me levanto hoy temprano y trato de ser optimista. Mi mujer ya se ha ido otra semana más a trabajar a setecientos kilómetros de nuestro nidito de amor: ¡menuda mierda! Me ducho y decido ponerme una de sus mascarillas suavizantes para el pelo en mi bigote estropajoso ¡qué cosas tengo! Y verás que con esto toda la mañana atusa que te atuso, pasando el índice y el pulgar por ese acantilado que hay entre las faldas de la nariz y el labio superior, como si yo mismo fuera un osito de peluche o algo aún peor. Ya en la calle descubro que ha debido caer esta noche una bomba nuclear en pleno Madrid. Si a nosotros no nos ha afectado ha sido, me doy cuenta, porque hemos dormido (ella, mi mujer, se marchó a las seis de la mañana camino de la estación) con el aire acondicionado, y las ventanas –cerradas-- de aluminio con rotura de puente térmico, que tan vehementemente me recomendó mi hermano, sí eran de gran calidad. En definitiva, que no hay nadie en Madrid, ni dios –hoy me cago en él tempranito, en dios, éste mismo, que me queda más a mano, haciendo uso del derecho que recién me reconozco--. Qué bonito sería, sin embargo, que hubiera caído --la bomba, o quizá un dios, que harían el mismo daño-- en pleno barrio de Salamanca. Además, en el mes de agosto no habría matado a nadie en ese barrio, pues todos sus habitantes están poniendo huevos en las playas de Sotogrande, Sanjenjo y otros sitios rancios de idéntico calibre, me parece a mí. Al llegar a la oficina, vuelvo a acordarme, una vez más, del mito de Sísifo. En esto soy poco original, lo reconozco --en otras cosas me niego a reconocerlo, y punto. Treinta y cinco años y un día, pienso, al subir los escalones de acceso al edificio de acero inoxidable --¡ni siquiera la esperanza de derrumbe por corrosión le dejan a uno los arquitectos modernos!
Ya sólo me quedan treinta para jubilarme. Sonrío, o acaso es un gesto para evitar el dolor que me produce el sol en los ojos al reflejarse en las paredes de espejo. Treinta años de aburrimiento, de tirarle clips a la secretaria desde detrás de mi monitor; a no ser que los dioses se conmuevan pronto y decidan enmendar sus errores. Así debería ser.
Queridos dioses: si bien habéis incumplido de mala fe el pacto por el cual yo no iba a dejar de ser Peter Pan jamás, prometo en adelante no cagarme en vosotros, siempre y cuando tengáis a bien adelantar la ejecución de nuestro segundo acuerdo, por el cuál yo escribo una pedazo de novela que te mueres, la cual me permite vivir de rentista entre medio siglo y un siglo entero. ¿Qué decís?, ¡oh, dioses! ¡oh, diosas! ¡oh, diosos...!
Ser rentista. Qué gran ambición. ¿No es esto, al fin y al cabo, casi como someter al tiempo? Me parece justo, pues, compensar un pacto con otro. El tiempo pasará por mí, está bien; pero cada vez que se me acerque jugaré cual sádico con él, como si fuera una plasta de “blandiblú”. A cambio, insisto, no me cagaré en ningún dios ya más nunca. Me comprometo.
Bueno, ¿qué?, ¿qué decís...?
¿Hola...?
¿Hay alguien ahí...?

miércoles, julio 30, 2008

Recargando la musa...

En esta ocasión me he permitido traducir un artículo publicado por Richar Ford en el New York Times, en noviembre de 1999. Este artículo pertenece a una sección denominada "WRITERS ON WRITING", en la que algunos escritores de renombre ofrecen una visión personal acerca de la profesión. He procurado ser muy cuidadoso y riguroso en la traducción, respetando el tono y la literalidad en la mayor medida posible; pero no soy traductor profesional y se seguro habré cometido algunos errores, así que os pido disculpas de antemano.


Holgazanear Mientras la Musa se Recarga


Por RICHAR FORD
En algún momento a mediados de Junio me senté a un ritual que, como cualquier otro, ha caracterizado mi vida de escritor: al final de un largo periodo en el que básicamente no hice nada que pudiera considerarse de provecho, regresé al trabajo. Es decir, comencé a escribir de nuevo.
No pretendo hacer que este acto parezca trascendental. No hubo redoble de tambores. La banda sonora no fue la música de 'Rocky'. No hubo banda sonora, sólo los silenciosos, casi imperceptibles cambios en las costumbres cotidianas de un hombre, desde un conjunto de hábitos íntimos, táctiles, a otros.
No más mañanas solitarias frente al televisor, no más desayunar fuera, no más conversaciones profundas al teléfono; tan sólo la típica sopa de cosas que me rondan la cabeza continuamente y que, de pronto, comienzan a reclamar un orden para componer una historia. Fue un poco como esos futuros reclutas de la Armada que se convierten en soldados al instante simplemente por encontrarse en la fila vestidos de paisano. E igual que con los reclutas, mi re-alistamiento a la escritura se acompañaba de un desagradable sentimiento de determinación.
Parar y luego volver a empezar es, por supuesto, lo que hacen todos los escritores. Es lo que hacemos cualquiera de nosotros: terminar algo, hacer un descanso, e ir a otra cosa. Con el tiempo esta repetición es uno de esos signos que nos llevan a decir que somos una cosa y no otra: auxiliar de enfermería, abogado, ladrón de coches, violonchelista: novelista.
Más que para la mayoría de mis colegas escritores, este ritual –parar y volver a empezar- siempre me ha parecido ser un postulado estético, puede que incluso moral. Muchos de mis conocidos, en cambio, simplemente no pueden esperar para seguir escribiendo, como si la naturaleza aborreciera un lápiz parado.
Un amigo (hasta que le eché la bronca) a menudo me llamaba a eso de la hora del cóctel sólo para decirme, ¿“Has escrito hoy?” Otros parecen contemplar la línea del horizonte ansiosos desde el interior de lo que sea que estén haciendo en ese momento, intentando, supongo, capturar un tímido destello de lo siguiente en lo que deberían sumirse. Para ellos la parada que precede el comienzo, el intervalo, es en el mejor de los casos un parpadeo innecesario en una vida dedicada a la constante observación. En el peor, provoca preocupación, incluso miedo.
“No estoy escribiendo”, me contó recientemente un íntimo amigo de Montana. “Es tan deprimente. Deambulo por la casa sin saber qué hacer. El mundo parece tan gris.”
Le aconsejé: “Prueba a encender la Tele. A mí siempre me funciona. Me olvido de todo lo relacionado con la escritura en el instante en que aparece 'Sports Center'.”
Y va en serio. En estos 30 años he puesto un riguroso empeño en pasar grandes épocas alejado de la escritura, tanto tiempo que a veces mi vida de escritor parece implicar más el no escribir que el escribir, un hecho que apruebo sin reservas.
Hay que admitir que en este lapso de tiempo sólo he escrito siete libros, y sobre estos siete no ha habido una aclamación unánime de la crítica. E indudablemente algún sabelotodo argumentará que si hubiera escrito más, si hubiera estado más obsesionado, si me hubiera presionado con mayor dureza, si hubiera sudado más tinta y parado menos, sería mejor escritor de lo que soy.
Pero nunca imaginé que estuviera en este oficio por batir el récord de velocidad del escritor, o para ganar grandes cifras (salvo, espero, grandes cifras de lectores). En cualquier caso, Si hubiera escrito más y parado menos, no sólo me habría vuelto loco del todo, sino que casi con certeza hubiera resultado incluso menos hábil escribiendo historias de lo que ahora soy. En fin, lo que yo haga es mi problema. En definitiva, hay ciertas cosas acerca de nosotros mismos que conocemos mejor que nadie.
La mayoría de los escritores escriben demasiado. Algunos escriben más que demasiado, valorándose por la calidad de su obra acumulada. Nunca pensé en mí mismo como un hombre forzado a escribir. Simplemente elijo hacerlo, a menudo cuando no se me tienta a hacer cualquier otra cosa; o cuando me aborda un sentimiento tétrico de inutilidad, cuando no me hallo y tengo algo de tiempo en mis manos, como cuando se acaba el ‘World Series’.
Diría que solamente en este estado de reposo galvánico estoy preparado para abordar los grandes temas que la literatura reclama: las afinidades entre la dicha y el infortunio, etc. Llámalo mi versión de la inspiración, aunque es muy posible que mi seguimiento de este protocolo incluso me impulse a escribir demasiado. Es difícil escribir tan sólo lo justo.
Obviamente, muchos escritores escriben por motivos distintos al deseo de crear buena literatura para el beneficio de los demás. Escriben (con angustia) para “expresarse”. Escriben para dar un orden, o escapar, a sus interminables días. Escriben por dinero, o por que son obsesivos. Escriben como un grito de socorro, o como un acto de venganza familiar. Bla, bla, bla. Hay un montón de razones para escribir mucho. A veces la cosa sale más o menos bien.
Quizá esta actitud mía aparentemente relajada proviene de haber tenido unos padres de clase obrera que se esclavizaron para que yo pudiera tener una vida mejor que la suya –sin tener que trabajar tan duro- y mi vida sea un tributo a su éxito. Pero sea cual fuere el motivo –perder el tiempo con cualquier otra actividad, como conducir desde New Jersey hasta Memphis, y de ahí a Maine, tan sólo para comprar un coche usado, tal y como hice el mes pasado-, la vida para mí está mucho antes que la escritura; teniendo en cuenta que escribir, al menos si se hace en una proporción espantosa, se parece mucho a trabajar duro. Sé que mi madre y mi padre me apoyarían en esto totalmente.
No es, me apresuro a decir, que escribir resulte siempre algo tan arduo. Desconfía de los escritores que te cuentan lo duro que trabajan. (Desconfía de cualquiera que intente contarte eso). Efectivamente escribir es algo oscuro y solitario, pero realmente nadie tiene por qué hacerlo.
Sí, escribir puede ser complicado, agotador, solitario, enajenante, pesado, fugazmente estimulante; Se puede conseguir que sea penoso y desmoralizante. Y ocasionalmente puede recompensar. Pero nunca es tan duro como, digamos, aterrizar un L-1011 en O’Hare[1] en una nevada nocturna de enero, o llevar a cabo una operación de cerebro cuando tienes que pasar 10 horas de pie, y una vez que empiezas no puedes acabar sin más. Si eres escritor, puedes parar donde quieras, en cualquier momento, y a nadie le importará ni lo sabrá nunca. Es más, los resultados pueden ser mejores si lo haces.
Para mí los beneficios de tomarme un tiempo de descanso entre grandes proyectos de escritura –novelas, digamos- son múltiples y manifiestos. Sobre todo, consigues colocar primero lo vivido. V.S. Prichett escribió una vez que un escritor es una persona que observa la vida desde el otro lado de la frontera. El arte en definitiva (incluso la escritura) está siempre subordinada a la vida, siempre tras ella. Y la vida –ese múltiple, multidimensional tren de mercancías de pensamientos y sensaciones en colisión, que experimentas lejos de tu escritorio, cuando bajas por la calle 56 o conduces camino de Memphis- puede ser muy vigorizante (si lo puedes soportar) además de útil para llenar ese “pozo de la meditación inconsciente”[2], del que Henry James pensó que contribuía a la habilidad de un escritor para conectar, de hecho, la dicha y el infortunio.
El tiempo perdido incluso puede parecer simplemente una buena recompensa por el duro trabajo realizado. A veces es la única recompensa que consigues.
Los hábitos de trabajo de la mayoría de los escritores provienen de los tiempos en que eran principiantes, y en algún nivel de base los hábitos de uno siempre implican un sistema ingenuo de valoración. Obrar conforme a un método que te permite identificar si lo que haces es para ti aceptable.
Parar y retomar cualquier texto durante la jornada te invita a juzgar lo que has escrito. Y disfrutar de un largo intervalo entre grandes proyectos invita a replantearse cosas como: ¿Tengo alguna otra cosa importante que añadir al repertorio de la realidad presente? (Kurt Vonnegut decidió que él no) ¿Aún deseo realizar esta clase de trabajo? ¿Vale un comino[3] lo último que he escrito? ¿Hay algo mejor que podría estar haciendo para dejar una marca importante en las tablas de la civilización? ¿Alguien lee lo que escribo?
Quiero decir que, ¿no son cuestiones estas siempre tan interesantes como el hecho de ser simplemente formidable? ¿No tiene mucho de puro y simple exceso de entusiasmo el estimar los imperativos personales de uno como si fueran asuntos morales? ¿no es eso, tanto como otros aspectos, por lo que nos hacemos escritores en primer término?
Mi opinión de los escritores que admiro no es que sean profesionales tenaces, equipados con un conjunto de habilidades y trucos, ideas claras sobre el camino a seguir para proyectar su carrera y un código ético que les ampare; Sino más bien que son jugadores que llevan a cabo una especie de práctica amateur de una exigencia ferviente, en la que un proyecto acabado no enseña gran cosa sobre el que vendrá después. Y en el caso de las novelas, un proyecto consume casi todos sus recursos y por lo general deja al autor vacío, aturdido y desconcertado con los oídos pitándole.
Por lo tanto, un amplio intervalo que dure un par de estaciones, si no más, o al menos hasta que ya no soportes leer los titulares de los periódicos, mucho menos los artículos que los siguen, puede ayudar a refrescar el yo, a reconfigurar lo nuevo, mientras se abandonan las preocupaciones ya desgastadas, los hábitos, los viejos dejes estilísticos –en resumen, ayudar a “olvidarlo” todo para “inventar” algo mejor. Y al hacer todo esto, rendimos tributo al sagrado acicate del arte– a que todo el yo, la voluntad al completo, estén comprometidos.
En definitiva, lo que parece penoso en torno a la escritura puede no ser lo que alguno cree. Para mí lo que resulta duro son los requisitos de la escritura que hacen del contacto constante y repetido con el mundo una absoluta necesidad; esto es, que yo esté convencido de que nada en el mundo fuera del libro es tan interesante como lo que estoy haciendo en el libro ese día. Lo que resulta más agotador es creer en mis propias estratagemas y pensar que a otros que fueran igual dueños de su tiempo también les convencerían. Para ello, ayuda mucho conocer cuáles son esos deslumbrantes atractivos que aguardan fuera de la habitación y más allá de los límites aceptables de tu propia fantasía.


Notas a la traducción:
[1]O’Hare: Aeropuerto Internacional de Chicago-O’Hare
[2] En el original: "well of unconscious cerebration"
[3] En el original: “Hill of beans”. Expresión informal. Algo de poco valor.

viernes, julio 18, 2008

Terapia de Grupo

Veintinueve minutos pasan del medio día. Los megáfonos repiten la novena sinfonía de un Ludwig Van Bethoven multiplicado, al retumbar contra las paredes que aíslan el patio. El aire huele a polvo. Bajo el sol, cien presos caminamos en círculo, en el sentido de las agujas del reloj, sin desfilar, cada cual a su ritmo. Quince segundos faltan. A las doce y treinta, sin una sola señal de aviso, los cien que somos giraremos a la vez, ciento ochenta grados. Todos a una. Sólo por hoy. Hasta las trece en punto. Tendremos la oportunidad de deshacer el camino andado.

martes, julio 15, 2008

Chéjov con la Policía de México D.F.

La noticia puede no pasar de mera curiosidad, pero a mí me sugiere casi el comienzo de un relato, e incluso una novela que pudiera escribir Saramago. ¿Qué pasaría si todo el cuerpo de policía del Distrito Federal de México comenzara un día, de la noche a la mañana, a leer a Chéjov en sus horas libres, en las esperas, incluso en acto de servicio (que suena así como muy de película de Hollywood)? Sin tirar de imaginación, pasar no pasaría nada, claro. Pero puedo imaginar a uno de esos tipos amenazadores, de uniforme azul y metralleta al pecho, físicamente acomodado ya en el sillón de su casa, camiseta y pantalón corto, y con el ánimo en pleno desasosiego al estar leyendo, por ejemplo, “La muerte de un funcionario público”, que viene al caso, “La onomástica”, “La novia”, etc.
¿Qué sería de este tipo al ponerse el uniforme al día siguiente antes de salir a la calle? ¿Habría algo más de humanidad en él que el día anterior? ¿Puede Chéjov ablandar a todo un cuerpo de policía tan merecidamente desprestigiado como el de la Ciudad de México? Algo parecido debe pensar la Academia de Policía de la capital mexicana, que ha entregado a cada uno de sus miembros una antología de cuentos “para relajar su duro acontecer” (Diario “El Financiero”). “Para leer en libertad”, es el título de esta antología, que reúne, además de obras de Chéjov, otras de Cervantes y de Jack London. La idea nace del curso “Letras en Guardia”, que dirige para la Academia (de policía) el poeta mexicano Juan Hernández. Ahí queda la cosa. Igual a alguno le inspira.

viernes, julio 04, 2008

Homo Ludis: La Seriedad del Juego

Julio Cortazar:


"Hay un viejo juego, que yo sigo practicando con resultados que me asombran, que es lo que alguien llamó la "poetomancia". O sea, tomar un libro de poemas, cualquier libro de poemas, cerrar los ojos, abrirlos y poner el dedo en un verso y leer ese verso; es impresionante la cantidad de veces que en mi caso, el verso en el que caigo me ilumina un futuro inmediato o me aclara un pasado o me muestra cuál es mi presente, entonces ¡cómo no creer en el poder del lenguaje! cuando ese simple juego se vuelve una cosa seria. "


"Yo sé automáticamente cuando me pongo a la máquina que tengo una idea general de un cuento que me obsesiona, esa es la "cosquilla", que me obliga a escribirlo; pero también sé, sin poder dar ninguna explicación racional, si ese cuento lo voy a escribir en primera persona o en tercera. Eso lo sé, lo sé sin razones, sé perfectamente que voy a empezar a hablar de mi "yo", o bien voy a empezar a hablar de algún punto o algún tema. Y eso no tiene explicación, eso se da así."


"Por lo que a mí se refiere, la idea que yo me hago del cuento y la forma en que lo realizo es siempre un orden muy cerrado. Por ahí he escrito que para mí un cuento evoca la idea de la esfera, es decir, la esfera, esa forma geométrica perfecta en la que un punto puede separarse de la superficie total, de la misma manera que una novela la veo con un orden muy abierto, donde las posibilidades de bifurcar y entrar en nuevos campos son ilimitadas. La novela es un campo abierto verdaderamente; para mí, un cuento, tal como yo lo concibo y tal como a mí me gusta, tiene límites y, claro, son límites muy exigentes, porque son implacables; bastaría que una frase o una palabra se saliera de ese límite, para que en mi opinión el cuento se viniera abajo. Y he visto muchos cuentos venirse abajo por eso, por destruirlo todo en el último momento, por ejemplo, con una tentativa de explicación de un misterio, cuando el misterio era más que suficiente en el cuento, cada uno podría encontrar allí su propia lectura, su propia interpretación. Hay gente que malogra cuentos, poniéndolos excesivamente explícitos, entonces la esfera se rompe, deja de ser el orden cerrado. "


"Cada escritor tiene su propia idea del cuento. En mi caso, el cuento es un relato en el que lo que interesa es una cierta tensión, una cierta capacidad de atrapar al lector y llevarlo de una manera que podemos calificar casi de fatal hacia una desembocadura, hacia un final. Aunque parezca broma, un cuento es como andar en bicicleta, mientras se mantiene la velocidad el equilibrio es muy fácil, pero si se empieza a perder velocidad ahí te caes y un cuento que pierde velocidad al final, pues es un golpe para el autor y para el lector."


" Por un lado me doy cuenta de que con los años y por el hecho, quizás, de haber escrito ya tantos cuentos, estoy trabajando de una manera más seca, más sintética. Me doy cuenta al escribir que cada vez elimino más elementos, no diré de adorno, pero sí elementos de estilo que al comienzo de mi trabajo se hacían ver, se hacían sentir, y que tal vez le daban más follaje, más savia a los cuentos; algún crítico me ha señalado que estoy escribiendo de una manera muy seca, con lo que quiere decir, demasiado seca; no creo que sea demasiado. Tengo la impresión de que he llegado a un momento en que digo lo que quiero decir y no necesito agregar una sola palabra más. Tengo la impresión también de que los lectores actuales, los lectores que ahora se interesan por la literatura, sobre todo por la latinoamericana, están altamente capacitados para seguir ese estilo, ya no necesitan el floripondio romántico ni el desborde de tipo barroco. Yo creo que el mensaje puede llegar directamente y con toda intensidad, con lo cual no quiero decir que mi manera de escribir sea la única que me parece válida, muy al contrario. Pero desde luego hay una evolución, espero que los críticos no digan que es una involución, pero no me toca a mí saberlo. "

jueves, junio 26, 2008

¿Microrelato Gráfico?

Reconozco que tengo predilección por El Roto. Acostumbra a ser demoledor con sus metáforas y sus críticas mordaces a la estupidez nuestra de cada día. Pero hay días en que lo encuentro especialmente literario, al tipo. ¿No es esta viñeta todo un microrelato? Vale, no es Monterroso, ya; pero la viñeta, aunque no lo diga explícitamente, también me hace pensar en un dinosaurio, en fronteras entre el sueño y la vigilia, lo soñado y lo real, un despertar, un todavía; a pesar de que no tenga un “allí”. ¿Cabría la existencia de un genero “microrelato gráfico”? Desde luego, El Roto sería el más indicado para experimentar con ello.

jueves, junio 19, 2008

Los Premios Ejército. En serio...

Cada vez ocurre con más frecuencia que, al encender el ordenador en la mañana, café en mano, y prepararme psicológicamente para otro día fofo y desabrido, me pregunto ¿cuál será la estupidez más estúpida que vaya a leer hoy un ciudadano cualquiera?, ¿con qué retorcimiento rocambolesco del ingenio nos sorprenderá algún “abrazafarolas” (que diría Matías Candeira), algún “conmovedor pajecillo” (que diría Ángel Zapata) en este día que ahora amanece soleado (lluvioso -según la época-, gris, o con un cielo que está “enceodosado”, ¿quién lo “desenceodoseará”?, etc.) y que poco promete, si no nada?
Pues en esta mañana, que igual está soleada que con cielo enceodosado, ya digo, la estupidez ha madrugado más que yo, más de lo habitual y me ha jodido la esperanza bien tempranito. Sin más, os presento la última noticia que ofrece el medio digital http://www.nortecastilla.es/ para Castilla y León. Redoble de tambores castrenses y:

¿Qué más se le puede pedir a la vida? No tenía ni idea de que existieran (¿debería decir “aún”?) unos premios Ejército (pronúnciese “¡EJEERCITOO!” al modo en que lo haría Fernando Fernán Gómez para remarcar el patetismo decadente de tan ilustre institución) Y no se trata de un certamen cualquiera, no, es uno, grande y... a nivel nacional (algo lógico, si se piensa un poco, claro. No iba a dividirse un premio Ejército en otros tantos premios autonómicos disgregantes que puedan causar la desintegración de la unidad patria ¿verdad? No podríamos permitir semejante desfachatez –esto también se puede pronunciar a lo Fernando Fernán Gómez, sí-)
¿Por dónde iba? Ah, ya:
“Los premios Ejército –continúa la noticia- pretende propiciar la creación artística y literaria referida a las múltiples facetas del Ejército, así como el conocimiento y la divulgación de la vida militar.”
“Los galardones se entregarán hoy en una ceremonia en el Cuartel General del Ejército de Tierra, en el Palacio de Buenavista de Madrid. El colegio recibirá 3.900 euros, un trofeo y un diploma acreditativo”

Pero aún hay más. Varios medios se hacen eco de la noticia. Hay un detalle que me ha emocionado especialmente. Informa EUROPA PRESS:

“Otro de los protagonistas de la gala será el escritor y académico Arturo Pérez Reverte, quien recibirá de manos del jefe de Estado Mayor del Ejército (JEME), general de Ejército Carlos Villar Turrau, el sable de oficial general que se concede cada año como 'Distinción especial' a la persona, entidad u organismo que se haya caracterizado por "su vinculación al Ejército de tierra, colaborando con sus trabajos o aportaciones, a mejorar su prestigio o apoyando la divulgación de los Premios Ejército a lo largo de su historia".
Hasta aquí puedo leer.
Rompan filas

miércoles, junio 18, 2008

Fragmento de "La Muerte de Ivan Ilich"

No sé por qué, hoy este fragmento me está revolviendo algo...
Su recuerdo me ha asaltado muy temprano, se ha duchado conmigo, calzado mis zapatos, me ha agarrado de la manita y se ha venido en el metro conmigo para sentarse a esta mesa de oficina desde la que miro este mudo en red [ado].



“Iván Ilich vio que se moría y su desesperación era continua. En el fondo de su ser sabía que se estaba muriendo, pero no sólo no se habituaba a esa idea, sino que sencillamente no la comprendía ni podía comprenderla.
El silogismo aprendido en la Lógica de Kiezewetter: «Cayo es un ser humano, los seres humanos son mortales, por consiguiente Cayo es mortal», le había parecido legítimo únicamente con relación a Cayo, pero de ninguna manera con relación a sí mismo. Que Cayo -ser humano en abstracto- fuese mortal le parecía enteramente justo; pero él no era Cayo, ni era un hombre abstracto, sino un hombre concreto, una criatura distinta de todas las demás: él había sido el pequeño Vanya para su papá y su mamá, para Mitya y Volodya, para sus juguetes, para el cochero y la niñera, y más tarde para Katenka, con todas las alegrías y tristezas y todos los entusiasmos de la infancia, la adolescencia y la juventud. ¿Acaso Cayo sabía algo del olor de la pelota de cuero de rayas que tanto gustaba a Vanya? ¿Acaso Cayo besaba de esa manera la mano de su madre? ¿Acaso el frufrú del vestido de seda de ella le sonaba a Cayo de ese modo? ¿Acaso se había rebelado éste contra las empanadillas que servían en la facultad? ¿Acaso Cayo se había enamorado así? ¿Acaso Cayo podía presidir una sesión como él la presidía?
Cayo era efectivamente mortal y era justo que muriese, pero «en mi caso -se decía-, en el caso de Vanya, de Iván Ilich, con todas mis ideas y emociones, la cosa es bien distinta. y no es posible que tenga que morirme. Eso sería demasiado horrible».”
(Leon Tolstoi)

viernes, junio 13, 2008

Cadenas

Esta semana, otros tantos aspirantes a universitario han tenido que pasar ese mal trago de enfrentarse al fantasma podrido de la selectividad. De entre ellos, a quien más y a quien menos, ese espectro cretrino y mohoso le venía rondando el umbral, amenazante, haciendo sonar sus cadenas oxidadas, desde hacía meses, si no algunos años. Me entran ganas aquí de ejercer de “abuelocebolleta” y contar en detalle mis experiencias –en plural, que me presenté una segunda vez para subir la nota- con el tema; pero me contengo, al menos todo cuanto puedo. Lo más común, ahora como entonces, es escuchar pestes de las pruebas de humanidades. Es comprensible, teniendo en cuenta el modelo educativo que impera. A unas mentes acostumbradas al 2+2=4, al abrigo confortable de las fórmulas, la repetición, los patrones, la clasificación, etc., etc., un comentario de texto es algo tan etéreo, tan inaprensible y fuera de órbita, como el trance en una sesión de espiritismo. Sólo aquellos que son una especie de médium de lo abstracto se enfrentan a la tarea sin pavor. Lo desconocido asusta: a mí me asustan aún ciertas ecuaciones con signos fascistas. Sin embargo, disfrutaba como alguien libre cuando tocaba hacer las pruebas de historia del arte, de latín y, ya el summum, el comentario de texto, en el que podías comparar un fragmento de Cela con la menopausia de tu madre, si tenías los huevos de encontrarle una convergencia. No me imagino cuánto podría haber disfrutado si aquel día, en ese aula magna con olor a un futuro embustero, hubiera tenido delante, como una aparición de otro mundo, un relato de Mil Cretinos, como les ha ocurrido a los estudiantes barceloneses con el ejercicio de lengua catalana y literatura. Olivetti, Moulinex, Chaffoteaux et Maury, de Monzó, ya figuró hace dos años como lectura obligatoria en el preparatorio para la selectividad. Entonces llegaron los salvadores de almas ultracatólicos y calificaron el texto como “pornográfico” y otras estupideces más del aplio espectro que manejan. Ante esta obsesión sexual y represiva -digna de diván-, el texto quedó fuera del examen. Este año no. Este año, además, a los examinados se les instaba a extenderse en el análisis de las diferencias entre el cuento y la novela. Esto sí que me da miedo. Aunque, fantasmas a parte, de verdad, pagaría por poder leer las respuestas a este ejercicio.

jueves, junio 12, 2008

Hay que joderse con el género (y no tiene nada que ver con la ministra de igualdad...)

A veces, con una buena dosis de ingenuidad, he de decir, quiero creer que la pregunta de marras se ha agotado, que ya no es posible formularla porque, aunque quisiera, el preguntador/preguntadora sentiría una especie de punzada en la cabeza al componerla mentalmente, un dolor recordatorio de que los tópicos cansan, de que a aun cuentista, por tolerante que sea, la cuestión le resulta tan manida que no puede por menos que resoplar. Y, sin embargo, me da por leer la entrevista que le hacen a Irene Jiménez hoy en Público, acerca de Lugares comunes (Páginas de espuma), y ahí está de nuevo: “¿Va a probar la novela?”. A la entrevistadora (Paula Corroto) le resulta tan original la cuestión que hasta se sorprende con la respuesta y la resume en el titular: «El relato no es una antesala».
Esto viene a ser como preguntarle a la pareja de recién casados: “¿Y los niños para cuándo?”.

miércoles, junio 11, 2008

Algo de color...rojo

Después de más de un año en marcha, hoy me he dado cuenta de que algo había que hacer con este blog para que no me resultara tan "siempre-lo-mismo". Lo miraba a ratos, entre café y café, y no podía evitar que me resultara un poco aburrido. Así que, a media mañana, por fin, he decidido ponerle un poco más de rojo por aquí y por allá–de eso que no falte-, recolocar las cosas de otra manera, renovar las ganas de seguir y, a ser posible, mejorar con lo aprendido hasta el momento -total nada...
No es una nueva etapa, el cambio no da para tanto; pero sí un nuevo aspecto y un chute de ánimo para dedicar más tiempo e ilusión a este medio que, en realidad, me ha dado más placer de lo que esperaba. Gracias a este espacio he estado en contacto con mucha gente interesante con cosas que decir.
Eso, y que hoy me aburría mucho en la oficina y no tenía ganas de trabajar, claro.

viernes, junio 06, 2008

Soy Rey de Roma

En una entra anterior, del 19 de mayo, hice una referencia fugaz a Fernando Pessoa, con su forma peculiar de utilizar la gramática para mandar en las expresiones, para fotografiar los sentimientos; no sirviendo a la norma y a lo cotidiano, sino hablando, diciendo. Y desde entonces me quedé con la sensación de que, precisamente por el hecho de haber incrustado la expresión de Pessoa forzando el contexto, allí no se entendía nada de lo que realmente quise decir con ideas prestadas. La verdad que, para aquella entrada de chichinabo, poco importa ya traer explicaciones; pero sí que me parece interesante copiar este fragmento del “libro del Desasosiego”, en el que Pessoa muestra su visión acerca del empleo de la gramática. Espero que lo disfrutéis, al menos quienes no lo hayan leído ya.

"He meditado hoy, en una pausa del sentir, sobre la forma de prosa que utilizo. Realmente, ¿cómo escribo? Tuve, como otros muchos han tenido, la intención depravada de querer tener un sistema y una norma. Es cierto que escribí antes de la norma y del sistema; en eso, sin embargo, no soy diferente de los otros.
Analizándome al atardecer, descubro que mi sistema de estilo asienta en dos principios, e inmediatamente, y a la buena manera de los buenos clásicos, erijo esos dos principios en fundamentos generales de todo estilo: decir lo que se siente exactamente como se siente -con claridad, si es claro; oscuramente, si es oscuro; confusamente, si es confuso-; comprender que la gramática es un instrumento, y no una ley.
Supongamos que veo frente a nosotros una muchacha de maneras masculinas. Un ser humano vulgar dirá de ella: “Aquella muchacha parece un chico”. Otro ser humano vulgar, ya más próximo a la conciencia de que hablar es decir, dirá de ella; “”Aquella muchacha es un chico”. Otro más, igualmente consciente de los deberes de la expresión, pero más animado por el apego a la concisión, que es la lujuria del pensamiento, dirá de ella: “Aquel chico”. Yo diré: “Aquella chico”, violando la más elemental de las reglas de la gramática, que ordena que haya concordancia de género y número entre el sustantivo y el adjetivo. Y habré dicho muy bien: habré hablado en absoluto, fotográficamente, lejos de la vulgaridad, de la norma y de la cotidianidad. No habré hablado, habré dicho.
La gramática, definiendo el uso, establece divisiones legítimas y falsas. Divide, por ejemplo, los verbos en transitivos e intransitivos; sin embargo, el hombre que sabe bien decir tiene muchas veces que transformar un verbo transitivo en intransitivo para fotografiar lo que siente, y no para, como el común de los animales hombres, ver a oscuras. Si quiero decir que existo, diré “Soy”. Si quiero decir que existo como alma separada, diré “Yo soy”. Pero si quiero decir que existo como entidad que a sí misma se dirige y forma, que ejerce ante sí misma la función divina de crearse, ¿cómo he de emplear el verbo “ser” sino convirtiéndolo súbitamente en transitivo? Y entonces, triunfalmente, antigramaticalmente supremo, diré “Me soy”. Habré expresado una filosofía en dos breves palabras. ¿No es esto preferible a no decir nada en cuarenta frases? ¿Qué más puede exigirse de la filosofía y de la dicción?
Obedezca a la gramática quien no sabe pensar lo que siente. Sírvase de ella quien sabe mandar en sus expresiones. Cuéntase de Segismundo, Rey de Roma, que habiendo cometido, en un discurso público, un error gramatical, respondió a quien se lo hizo notar: “Soy Rey de Roma, y estoy por encima de la gramática”. Y la historia cuenta que desde entonces pasó a ser conocido como Segismundo “Supa-grammaticam”. ¡Maravilloso símbolo! Cada hombre que sabe decir lo que dice, es, a su modo, Rey de Roma. El título no es malo, y el alma es serse
. "


(Fernando Pessoa. Libro del desasosiego)

Frase de hoy

"Las palabras que prefiere el hombre corriente son las que permiten hablar sin tener que pensar". Dashiell Hammett.