miércoles, abril 15, 2009

¿Contra corriente?

No he conocido en mi vida nada más alienante que el trabajo, al menos el trabajo tal y como lo dispone el sistema capitalista. Hasta hoy no ha habido nada que me haya separado tanto de mí mismo y de mi deseo como lo ha hecho el trabajo. Ayer discutía con unos amigos de tertulia acerca de si era distinto, en este sentido, el trabajo por cuenta propia de la sumisión y dependencia a la que obliga el trabajo por cuenta ajena. Los autónomos, por supuesto, decían que era tanto o más alienante el primero. Yo creo que el segundo se lleva el deshonroso premio, si bien nunca he conocido otra forma de esclavitud que la de estar sometido al capricho y la deshumanización de la maquinaria empresarial en busca del beneficio. Yo trabajo porque no puedo escapar, o no me atrevo, de esta selva de caníbales bien vestidos y perfumados. Hay tantas actividades a las que el ser humano puede dedicarse, tantas con las que incluso construir y mantener una sociedad de la que merezca la pena ser parte... Pero miro a mi alrededor y siento el desasosiego de haber nacido en un vertedero de seres humanos, hormigas incapaces de sentir (se), afanosos, entregados al trabajo (“como los chinos”, diría Henry Miller) y al consumo en una espiral alienante y sin salida. Y qué mala suerte supone, además, ser consciente de todo ello. Quizá podría envidiar a los hacendosos, a quienes encuentran su goce en la realización de las tareas obligadas, en el cumplimiento del deber, en la satisfacción del trabajo bien hecho. Pero no, no puedo. A mí me ha tocado en gracia el don de saber leer entre líneas, de descubrir las grietas en las esquinas húmedas, en el musgo, de fijar con tristeza la mirada en los decorados, incapaz de concentrarme en la representación de ninguna obra. Un pequeño infierno en vida, pequeño, en una vida que, de ser así, tampoco conoce la diferencia entre el paraíso y el infierno. Mas con esa suerte de don sobrevivo, un poco aturdido, eso sí, hasta que, sin remedio, llegue el día apocalíptico en que apenas sienta ya la memoria de la libertad animal como una pequeña corriente de aire que me sople en los talones, que diría Kafka en boca de Peter el rojo (no es casualidad, no, el subconsciente es una río vivo de todo lo que soy). De momento, para vivir con gracia, con cierta alegría (no renuncio a la búsqueda de momentos felices), me acostumbro al dolor de las heridas que se me infligen con el látigo y el yugo del deber más sagrado, del trabajo. Me convierto en revolucionario de salón, a la vez que acepto el drama de la existencia como algo esencialmente inmutable. Creo, por ejemplo, en la solidaridad, ¡pero apenas la practico!. Me gustaría echarle una mano al pobre Sísifo. Soy consciente de que él solo apenas puede con su piedra. Estoy convencido de la necesidad del esfuerzo conjunto; pero no hago nada, no “tengo tiempo”. Queda tanto de lo inmediato por realizar que, no sin asombro por mi parte, DECIDO alterar el orden de las prioridades, DECIDO que ya me ocuparé del sueño de la revolución escrita más adelante, muy pronto, cuando llegue el momento propicio, cuando se den las condiciones adecuadas, cuando perciba que hay posibilidad de abrir una brecha en el cemento... Mientras tanto, me digo, que la vayan preparando los otros, mis “camaradas”. Ellos podrán contar con todo mi apoyo... moral, lo juro. Eso me digo, eso decido, por más que lo disfrace. ¿Resulta incongruente? Yo creo que no, en absoluto. Es la lógica a la que se recurre por el mero instinto de conservación. He aprendido ya que no existe una ocupación para cada miembro de esta sociedad, que el mercado laboral es eso, un mercado. A veces, si tienes el valor de sacrificarlo todo, quizá puedas elegir la forma del producto con la que te ofreces en el mercado. Pero sólo a veces, nada se garantiza. A mí me falta valor, soy cobarde por naturaleza, un pusilánime, un idealista, y rechazo el mercado desde el hocico hasta la cola. Así que el mercado ha hecho de mí lo que le ha dado la gana. Me ha moldeado la forma original, me ha envasado y me ha puesto un precio. Soy un producto que alguien ha comprado y del que se saca un rendimiento “x”. ¿Qué más le da al comprador, al capitalista, al mundo, si yo puedo ser, además (no lo olvidemos, es “además”), sensible, embustero, capaz de ver, capaz de sentir, etc., si nadie me ha comprado para eso. De modo que sólo me queda ese “además”, el subproducto que nadie compra, para seguir siendo yo. Soy un “además”. ¿Esto sí resulta incongruente? No, esto tampoco, en absoluto. Por decirlo de alguna manera, consiento esta situación, al menos temporalmente, hasta que ambos, la suerte y el valor mínimo necesario, se alíen para permitirme cambiarlo, si acaso un intento de escritura puede significar un cambio, a menos que sea sólo un puente hacia otra cosa que aún no se vislumbra. Pero no tengo valor, ya lo he dicho, Así que no cabe esperar de mí grandes hazañas heroicas. Consiento y sobrevivo con gracia y cierta alegría, debido, en parte, a que soy un embustero. ¡Qué bien dotado estoy para el engaño, la farsa y la impostura! Es algo que me sale de forma natural, sin grandes esfuerzos. Lo hago con la misma soltura con la que como o respiro, con el mismo fin. Porque también, y donde más engaño, es en el trabajo. Soy un funambulista que miente para no perder el equilibrio y evitar así caer al suelo desde las alturas. Cada mentira es un contrapeso. Se trata de un equilibrio frágil. De modo que cuando se me exige, por ejemplo, como producto, atender con más garra al trabajo, yo, miedoso, embustero, equilibrista, aparco lo “demás” para luego, dejo de ser un poco mi ideal y transformo mi yo, miento y me expongo con gran cuidado a la forma de alineación más salvaje que conozco, con la esperanza de que la mentira me permita escabullirme pronto y regresar a lo que deseo ser. Y, por lo pronto, aquí, hoy, lo intento, escribo, regreso...
Gracias a todos por los comentarios que habéis dejado en este tiempo. Os iré contestando poco a poco, si mi agente de la condicional me lo permite.

Frase de hoy

"Las palabras que prefiere el hombre corriente son las que permiten hablar sin tener que pensar". Dashiell Hammett.