Se hizo mierda...
Recuerdo el frío de ese día de finales de noviembre o principios de diciembre del año 1979 ó 1980, qué sé yo.
Tras este incidente, el miedo fundado a la represión violenta eliminó en mí la falsa creencia de que uno podía expresar su propia naturaleza y su deseo sin cortapisas. Si bien antes o después (así es la vida según el tópico) tenía que encontrame con el revés de la realidad misma, tuvo el gusto de anticipármelo el Hermano Vicente Ugarte. Y gracias a eso hoy me acuerdo de él y, en mi ignorancia, le he deseado lo peor.
Sin ser plenamente consciente de mi estrategia defensiva, por aquel entonces y hasta bien entradito en la adolescencia, con su nueva fase de rebeldía intrínseca, puse en práctica el arma de la resistencia pasiva como forma de protesta. Ostracismo, reclusión, me cerré al mundo como una almeja. No hubo más mierda para el público insensible. Fueron años agridulces, años de evasión y descontento, de poesías melancólicas y dibujos oníricos a los márgenes de los libros de matemáticas, religión o ciencias naturales. Años de mierda.
Como política general de ese centro religioso “educativo”, al niño sin voluntad para el estudio se le consideraba inferior e indigno del estímulo y la atención de sus profesores. En una palabra, tonto. Porque, de acuerdo con una interpretación simplísima de la psicología infantil que se estilaba entre el profesorado y la dirección del centro, al niño inteligente le agradaba y le atraía el estudio metódico de las ciencias, la resolución de los problemas de la dichosa locomotora y sus vagones que iban a no sé dónde con no sé cuántos viajeros que subían y/o bajaban, y la cartilla de notas repleta de notables, sobresalientes o “progresa adecuadamente”, según la época. Para esos hombres religiosos de mierda, la ecuación era bien simple, y su resultado la resignación a tener en sus clases a un niño inadaptado que sólo despertaba de su ensimismamiento ante la propuesta de hacer redacciones o aprenderse de memoria, y en tiempo récord, la Canción del Pirata o el Soneto de repente.
Desde el unificador punto de vista académico fui un niño, si no tonto, al menos sí insuficiente. Suspendí todo aquello que pudiera ser calificable. Esto no me libró de la violencia profesor-alumno, porque, si bien desahuciado como estudiante, algunas veces pensaron que una buena torta, un tirón de patillas (especialidad del profesor D. Jesús María Vicente, aún en activo), un capón con sello de oro (especialidad de “El puche”, de paradero desconocido), un golpe en la cabeza con una flauta dulce (que para mí fue más bien amarga por culpa de “El chino”, otro profesor sin localizar), un impacto directo en la cara con el manojo de llaves (también de “El puche”), etc., etc., podían hacerme despertar un residuo de voluntad de integración y aprendizaje. Por supuesto, de nada sirvió que los test psicológicos tan de moda entonces mostraran en mí un deseo vehemente de ser admitido socialmente y una capacidad destacable para analizar la realidad de mi entorno social y familiar. Era curiosa la paradoja de realizar cada año un test psicológico para no hacer nada con los resultados de los niños “difíciles”.
Pero toda esta historia triste tuvo su final aceptable. Como anticipé una cuantas líneas más arriba, la rebeldía del adolescente me sacó de allá a la fuerza. Así, el último año de Enseñanza General Básica lo hice en un colegio laico, y acabé BUP y COU con una media notable. Curioso que resulta eso de la motivación, me licencié en Ciencias Políticas por puro placer de estudiar y saber, y hoy la literatura, el estudio del ser, de la política, la sociología, la antropología, etc. forman parte del goce en mi vida. Por otro lado, fui capaz de sobreponerme a mi cerrazón con todo aquello que no fueran letras puras y me gano ahora el sustento con proyectos informáticos orientados a los recursos humanos (muy a mi pesar).
Desde aquel lejano uso infantil de la palabra mierda que tanto mal me hizo, no había vuelto a acordarme de ella como recurso poético y revolucionario, hasta hace tan sólo unos días, al ver el nombre de ese colegio de mi infancia en los diarios. El derrumbe parcial del edificio, sin víctimas, el día de Navidad, me ha abierto la cajita de la memoria en la que tenía guardado tanto rencor. La verdad, me hubiera gustado conocer peor suerte para el Hermano Vicente, esperaba que hubiera muerto allí aplastado o algo así; pero, después de buscar su paradero en Internet descubro que murió por la gula hace justo un año “Tenía sobrepeso y problemas con el corazón y la circulación sanguínea, particularmente en las piernas. Hizo muchos esfuerzos por intentar dominar sus hábitos pero no lo consiguió”, dice de él el Hermano Guillermo Maylín en una semblanza publicada tras su muerte. En dicha semblanza, otro antiguo alumno con distinta suerte en sus andanzas de escolar opina de él:
“Supongo que somos muchos los antiguos alumnos a los que siempre nos transmitió su cariño y nos hizo sentir lo especiales que éramos para él. Pues bien, yo soy uno de ellos, y me emociono al recordar cómo he disfrutado cada vez que nos hemos cruzado en el pasillo en los años posteriores a abandonar el colegio. Siempre se ha interesado por mí, y hemos charlado un poco, sintiendo que realmente se alegraba de verme, de encontrarme en el colegio. Mi infancia no sería lo mismo sin el “dire”, así le llamábamos; él me enseñó a respetar la autoridad, la de verdad, la autoridad moral; a admirarle, y a aprender que en la admiración a mis mayores estaba el camino para mi crecimiento. Me enseñó que el cariño se transmite con el esfuerzo en cada detalle, me enseñó a caminar sin descanso hasta dar la última gota que hay dentro de mí. Si algo entiendo de esta cultura de la entrega y del esfuerzo, tan corazonista, fue por mi director de EGB, fue por mi profesor de Matemáticas, por este maestro que años después me seguía recibiendo con cariño, en su casa, desde el corazón”.