¡Oh Bartleby! ¡Oh humanidad!
“Bartleby había sido un empleado subalterno en la Oficina de Cartas Muertas de Washington, del que fue bruscamente despedido por un cambio en la administración. Cuando pienso en este rumor, apenas puedo expresar la emoción que me embargó. ¡Cartas muertas!, ¿no se parece a hombres muertos? Concebid un hombre por naturaleza y por desdicha propenso a una pálida desesperanza. ¿Qué ejercicio puede aumentar esa desesperanza como el de manejar continuamente esas cartas muertas y clasificarlas para las llamas? Pues a carradas las queman todos los años. A veces, el pálido funcionario saca de los dobleces del papel un anillo ‑el dedo que iba destinado tal vez ya se corrompe en la tumba‑; un billete de banco remitido en urgente caridad a quien ya no come, ni puede ya sentir hambre; perdón para quienes murieron desesperados; esperanza para los que murieron sin esperanza, buenas noticias para quienes murieron sofocados por insoportables calamidades. Con mensajes de vida, estas cartas se apresuran hacia la muerte.
¡Oh Bartleby! ¡Oh humanidad!”
No será la última vez que hago apología de la lectura selectiva, no en este tablero de cambalaches y papiros en el que, como en el cuartito de la casa de los Buendía en el que, para el viejo José Arcadio, ya es siempre lunes. Lo hice unos lunes atrás, con las palabras del gran Miller: “se debe leer menos y menos, y no más y más”; y tomo prestado -este otro lunes-, sin variar mis intenciones, al gigante Borges, con ese matiz que lo hace todo increíblemente más relativo, si no contradictorio: “Yo he tratado más de releer que de leer, creo que releer es más importante que leer, salvo que para releer se necesita haber leído”.
Para alguien como yo, a quien Schopenhauer, Nieztsche, Kierkegaard o Sartre, por citar algunos, hacen llorar desconsoladamente hasta sentirme como una araña fumigada, la primera lectura de “Bartleby el escribiente” (Bartleby the Scrivener: A Story of Wall Street) del escritor estadiunidense Herman Melville fue un hallazgo de los de escalofrío y burbujas en la sangre. La cosa es que no hace mucho, dos años a lo sumo –en este espacio de tiempo he abierto los ojos ante algunas perlas literarias que tenía delante y, sin embargo, me pasaban desapercibidas-, que alguien me dijo algo así como “¡desaparece de mi vista hasta que no hayas leído Bartleby!”. Podría haber dicho “preferiría no hacerlo” ("I would prefer not to"); pero lo hice sin rechistar: desaparecí de su vista y leí Bartleby de inmediato.
¡Oh Bartleby! ¡Oh humanidad!”
No será la última vez que hago apología de la lectura selectiva, no en este tablero de cambalaches y papiros en el que, como en el cuartito de la casa de los Buendía en el que, para el viejo José Arcadio, ya es siempre lunes. Lo hice unos lunes atrás, con las palabras del gran Miller: “se debe leer menos y menos, y no más y más”; y tomo prestado -este otro lunes-, sin variar mis intenciones, al gigante Borges, con ese matiz que lo hace todo increíblemente más relativo, si no contradictorio: “Yo he tratado más de releer que de leer, creo que releer es más importante que leer, salvo que para releer se necesita haber leído”.
Para alguien como yo, a quien Schopenhauer, Nieztsche, Kierkegaard o Sartre, por citar algunos, hacen llorar desconsoladamente hasta sentirme como una araña fumigada, la primera lectura de “Bartleby el escribiente” (Bartleby the Scrivener: A Story of Wall Street) del escritor estadiunidense Herman Melville fue un hallazgo de los de escalofrío y burbujas en la sangre. La cosa es que no hace mucho, dos años a lo sumo –en este espacio de tiempo he abierto los ojos ante algunas perlas literarias que tenía delante y, sin embargo, me pasaban desapercibidas-, que alguien me dijo algo así como “¡desaparece de mi vista hasta que no hayas leído Bartleby!”. Podría haber dicho “preferiría no hacerlo” ("I would prefer not to"); pero lo hice sin rechistar: desaparecí de su vista y leí Bartleby de inmediato.
Era lunes, de eso estoy seguro.
Es este un relato imprescindible. Bartleby no tiene fin, pues es de esos libros a los que se debe regresar; es una fuente de inspiración, una capilla literaria en la que recogerse de cuando en cuando, un lunes cualquiera.
5 comentarios:
¿Las arañas fumigadas lloran?
Me gusta la pasión con la que escribes, cómo recomiendas aquello que te parece imprescindible. Tu entusiasmo es contagioso, está por encima de algunas críticas frías que suelen parecer de encargo y por rutina. ¡Gracias!
No Marsu, que yo sepa las arañas fumigadas no lloran :D -antes de la fumigación quizá sí, quién sabe- Pero imagino que mi sensación de abatimiento y desorientación post-lágrima es semejante a eso.
Gracias por tu aliento. La verdad es que nunca he tenido intención de hacer reseñas sesudas y teóricas -tampoco podría, la verdad-, que para eso ya hay críticos que se ganan la vida desgranando textos, sino de transmitir una pasión, mil pasiones, que sé yo. Me cuesta quedarme con esa emoción dentro por demasiado tiempo.
No sabes cuánto me alegra acercarme a este objetivo.
Gracias.
Qué casualidad, hace poco he regresado a Bartleby, aunque me paso la vida regresando, a "El guardián entre el centeno", a "La conjura de los necios", a "Desayuno con diamantes", a "Historias de Cronopios y de Famas"...
Releo, releo y releo, y aprendo, aprendo y aprendo, y disfruto, disfruto y disfruto.
Sabio Miller.
Besos orgiásticos.
Ummm, grandes sitios a los que regresar, Ella. Por ejemplo, "Historias de Cronopios...", creo que tomo el libro por costumbre, pero que realmente ya no necesito mirarlo para leerlo.
Sólo una pega: cuanto más releo y aprendo más disfruto de esas lecturas; pero más me paraliza a la hora de escribir, pues siento que frente a ellos yo sólo consiguiré, como mucho, garabatear papeles...
Besos,
Me ocurre lo mismo, David. Ése es el riesgo que corremos con la relectura, pero yo creo que vale la pena.
Besitos orgiásticos.
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