viernes, abril 20, 2007

Jean Paul Sartre: Sólo hay arte por y para los demás

A la pregunta "¿Por qué escribes?" se ha contestado de las maneras más dispares. A todo escritor se la han hecho alguna vez, y todo escritor se la formula recurrentemente a lo largo de su vida: en esos momentos de duda e incertidumbre sobre su "talento", por ejemplo, o cuando vuelve a plantearse si de verdad merece la pena tanto esfuerzo para lo que a veces parece tan poco...
La respuesta más convincente la he encontrado en Sartre (no sorprende ¿Verdad?):

¿Por qué escribir? (Jean Paul Sartre)

Cada cual tiene sus razones: para éste, el arte es un escape; para aquél, un modo de conquistar. Pero cabe huir a una ermita, a la locura, a la muerte y cabe conquistar con las armas. ¿Por qué precisamente escribir, hacer por escrito esas evasiones y esas conquistas? Es que, detrás de los diversos propósitos de los autores, hay una elección más profunda e inmediata, común a todos. Vamos a intentar una elucidación de esta elección y veremos si no es ella misma lo que induce a reclamar a los escritores que se comprometan.Cada una de nuestras percepciones va acompañada de la conciencia de que la realidad humana es "reveladora", es decir, de que "hay" ser gracias a ella o, mejor aún, que el hombre es el medio por el que las cosas se manifiestan; es nuestra presencia en el mundo lo que multiplica las relaciones; somos nosotros los que ponemos en relación este árbol con ese trozo de cielo; gracias a nosotros, esa estrella, muerta hace milenios, ese cuarto de luna y ese río se revelan en la unidad de un paisaje; es la velocidad de nuestro automóvil o nuestro avión lo que organiza las grandes masas terrestres; con cada uno de nuestros actos, el mundo nos revela un rostro nuevo. Pero, si sabemos que somos los detectores del ser, sabemos también que no somos sus productores. Si le volvemos la espalda, ese paisaje quedará sumido en su permanencia oscura. Quedará sumido por lo menos; no hay nadie tan loco que crea que el paisaje se reducirá a la nada. Seremos nosotros los que nos reduciremos a la nada y la tierra continuará en su letargo hasta que otra conciencia venga a despertarla. De este modo, a nuestra certidumbre interior de ser "reveladores" se une la de ser inesenciales en relación con la cosa revelada. Uno de los principales motivos de la creación artística es indudablemente la necesidad de sentirnos esenciales en relación con el mundo. Este aspecto de los campos o del mar y esta expresión del rostro por mí revelados, cuando los fijo en un cuadro o un escrito, estrechando las relaciones, introduciendo el orden donde no lo había, imponiendo la unidad de espíritu a la diversidad de la cosa, tienen para mi conciencia el valor de una producción, es decir, hacen que me sienta esencial en relación con mi creación. Pero esta vez, lo que se me escapa es el objeto creado: no puedo revelar y producir a la vez. La creación pasa a lo inesencial en relación con la actividad creadora. Por de pronto, aunque parezca a los demás algo definitivo, el objeto creado siempre se nos muestra como provisional: siempre podemos cambiar esta línea, este color, esta palabra. El objeto creado no se impone jamás. Un aprendiz de pintor preguntaba a su maestro: «¿Cuándo debo estimar que mi cuadro está acabado?»Y el maestro contestó: «Cuando puedas contemplarlo con sorpresa, diciéndote: "¡Soy yo quien ha hecho esto!"» Lo que equivale a decir: nunca. Pues esto equivaldría a contemplar la propia obra con ojos ajenos y a revelar lo que se ha creado. Pero es manifiesto que cuanto más conciencia tenemos de nuestra actividad creadora menos tenemos de la cosa creada. Cuando se trata de una vasija o un cajón que fabricamos conforme a las normas tradicionales y con útiles cuyo empleo está codificado, es el famoso "se" de Heidegger lo que trabaja por medio de nuestras manos. En este caso, el resultado puede parecernos lo bastante extraño a nosotros como para conservar a nuestros ojos su objetividad. Pero, si producimos nosotros mismos las normas de la producción, las medidas y los criterios y si nuestro impulso creador viene de lo más profundo del corazón, no cabe nunca encontrar en la obra otra cosa que nosotros mismos: somos nosotros quienes hemos inventado las leyes con las que juzgamos esa obra; vemos en ella nuestra historia, nuestro amor, nuestra alegría; aunque la contemplemos sin volverla a tocar, nunca nos entrega esa alegría o ese amor, porque somos nosotros quienes ponemos esas cosas en ella; los resultados que hemos obtenido sobre el lienzo o sobre el papel no nos parecen nunca objetivos, pues conocemos demasiado bien los procedimientos de los que son los efectos. Estos procedimientos continúan siendo un hallazgo subjetivo: son nosotros mismos, nuestra inspiración, nuestra astucia, y, cuando tratamos de percibir nuestra obra, todavía la creamos, repetimos mentalmente las operaciones que la han producido y cada uno de los aspectos se nos manifiesta como un resultado. Así, en la percepción, el objeto se manifiesta como esencial y el sujeto como inesencial; éste busca la esencialidad en la creación y la obtiene, pero entonces el objeto se convierte en inesencial.En parte alguna se hace esta dialéctica más evidente que en el arte de escribir. El objeto literario es un trompo extraño que sólo existe en movimiento. Para que surja, hace falta un acto concreto que se denomina la lectura y, por otro lado, sólo dura lo que la lectura dure. Fuera de esto, no hay más que trazos negros sobre el papel. Ahora bien, el escritor no puede leer lo que escribe, mientras que el zapatero puede usar los zapatos que acaba de hacer, si son de su número, y el arquitecto puede vivir en la casa que ha construido. Al leer, se prevé, se está a la espera. Se prevé el final de la frase, la frase siguiente, la siguiente página; se espera que se confirmen o se desmientan las previsiones; la lectura se compone de una multitud de hipótesis, de sueños y despertares, de esperanzas y decepciones; los lectores se hallan siempre más adelante de la frase que leen, en un porvenir solamente probable que se derrumba en parte y se consolida en otra parte a medida que se avanza, en un porvenir que retrocede de página a página y forma el horizonte móvil del objeto literario. Sin espera, sin porvenir, sin ignorancia, no hay objetividad. Ahora bien, la operación de escribir supone una cuasi-lectura implícita que hace la verdadera lectura imposible. Cuando las palabras se forman bajo la pluma, el autor las ve, sin duda, pero no las ve como el lector, pues las conoce antes de escribirlas; su mirada no tiene por función despertar rozando las palabras dormidas que están a la espera de ser leídas, sino de controlar el trazado de los signos; es una misión puramente reguladora, en suma, y la vista nada enseña en este caso, salvo los menudos errores de la mano. El escritor no prevé ni conjetura: proyecta. Con frecuencia, se espera; espera, como se dice, la inspiración. Pero no se espera a sí mismo como se espera a los demás; si vacila, sabe que el porvenir no está labrado, que es él mismo quien tiene que labrarlo, y, si ignora todavía qué va a ser de su héroe, es sencillamente que todavía no ha pensado en ello, que no lo ha decidido; entonces, el futuro es una página en blanco, mientras que el futuro del lector son doscientas páginas llenas de palabras que le separan del fin. Así, el escritor no hace más que volver a encontrar en todas partes su saber, su voluntad, sus proyectos; es decir, vuelve a encontrarse a sí mismo; no tiene jamás contacto con su propia subjetividad y el objeto que crea está fuera de alcance: no lo crea para él. Si se relee, es ya demasiado tarde; su frase no será jamás a sus ojos completamente una cosa. El escritor va hasta los límites de lo subjetivo, pero no los franquea: aprecia el efecto de un rasgo, de una máxima, de un adjetivo bien colocado, pero se trata del efecto sobre los demás; puede estimarlo, pero no volverlo a sentir. Proust nunca ha descubierto la homosexualidad de Charlus, porque la tenía decidida antes de iniciar su libro. Y si la obra adquiere un día para su autor cierto aspecto de subjetividad, es que han transcurrido los años y que el autor ha olvidado lo escrito, no tiene ya en ello arte ni parte y no sería ya indudablemente capaz de escribirlo. Tal vez es el caso de Rousseau volviendo a leer El contrato social al final de su vida.No es verdad, pues, que se escriba para sí mismo: sería el mayor de los fracasos; al proyectar las emociones sobre el papel, apenas se lograría procurarles una lánguida prolongación. El acto creador no es más que un momento incompleto y abstracto de la producción de una obra; si el autor fuera el único hombre existente, por mucho que escribiera, jamás su obra vería la luz como objeto; no habría más remedio que dejar la pluma o desesperarse. Pero la operación de escribir supone la de leer como su correlativo dialéctico y estos dos actos conexos necesitan dos agentes distintos. Lo que hará surgir ese objeto concreto e imaginario, que es la obra del espíritu, será el esfuerzo conjugado del autor y del lector. Sólo hay arte por y para los demás.

2 comentarios:

Kandela dijo...

Sarte defendía el arte comprometido. Yo no entiendo que el arte pueda ser de ninguna otra forma. Cualquier acto es, per se, político, como decía Anna Harendt, y no cito textualmente, perdonen mi falta de memoria: hacer es un verbo; no hacer, también. Pero escribir es, también, una necesitad, puesto que nuestra visón política se va a mostrar, indudable y necesariamente, en todos los aspectos vitales del individuo.
Cualquier forma artística nace como extensión del propio ser. Mi rebeldía no la sé expresar mediante la música, aunque también me gustaría. Temo que padezco el mal de Montano y por ello me creo con el don de la palabra, y la necesidad de escribir, por culpa de este verlo todo literariamente, me subyuga, me obliga, me detiene, me asfixia. Su ausencia, sin embargo, me provoca la misma sensación de equilibrismo sobre una finísima línea de la que estoy segura que algún día resbalaré y caeré: a un lado se encuentra la locura, en el otro la muerte. Quizá ambas sean el final del camino.
Este es mi manifiesto: escribir es una forma de vida; la literatura, una manera de entender el mundo; ambos nacen de un inconformismo con el status, como forma de rebeldía y con espíritu de cambio.
¿Cómo lo sientes tú, Peter?

y qué más da... dijo...

Kandela,
Difícilmente podría sentirme más en comunión con lo que dices. Me emociona tu comentario.
Creo que la escritura tiene para mí al menos dos dimensiones claramente reconocibles: una de ellas es la más egoísta, una necesidad creadora que nace del inconsciente, un ansia de encontrar -una vez más, por favor- esos “fogonazos” con los que mi sujeto, ese ser primitivo y esencial que fui, se comunica conmigo; y tratar entonces de armar a través del lenguaje, con un relato, esa suerte de revelación –“Pero uso esa palabra de un modo modesto, no ambicioso”, que diría Borges-. Es ahí que busco –en términos lacanianos- un goce fuera del sentido. Esto se convierte en una obsesión que a veces es extática y a veces atormentada –igualmente placentera, creo-; pero esa obsesión –“de las más sanas que puedas encontrar”, me dijo en una ocasión una psicoanalista- soy yo.
Natalie Goldberg escribió lo siguiente: "¿Por qué escribo? Escribo porque tengo la boca cerrada desde toda una vida y la verdad es que, en secreto y egoístamente, quisiera vivir eternamente”. Tampoco iba mal encaminada, algo de eso hay...
La otra dimensión la posee por completo mi capacidad –limitadísima- de razonar, mi ideología y mi rabia subversiva, la espada de la justicia social. Porque yo, como tú, tampoco creo que el arte pueda ser de ninguna otra forma que comprometido. La expresión no comprometida, por un lado, no suele pasar de ser una peripecia o un juego de ingenio, y por el otro es ese “no hacer” del que habla Anna Harendt. Porque no tomar partido a favor del cambio, no rebelarse contra el amo, es aceptar lo establecido.
Estas dos dimensiones – y tanta otras que no consigo identificar- son parte esencial de mi vida, pues la escritura es mi forma de vivir y de luchar, de sujetarme a esta existencia y al mismo tiempo de trascender.
Creo que no he hecho más que repetir tu idea... Un poco quizá porque soy demasiado torpe para ser original, pero también porque ese idea, que es creencia, tiene un buen puñado -¡tanto!- de verdad.

Gracias,

Peter

Frase de hoy

"Las palabras que prefiere el hombre corriente son las que permiten hablar sin tener que pensar". Dashiell Hammett.