Marcel Proust: El papel esencial y a la vez limitado de la lectura
“Quizá no hubo días en nuestra infancia más plenamente vividos que aquellos que creímos dejar sin vivirlos, aquellos que pasamos con un libro favorito. Todo lo que, al parecer, los llenaba para los demás, y que rechazábamos como si fuera un vulgar obstáculo ante un placer divino: el juego al que un amigo venía a invitarnos en el pasaje más interesante, la abeja o el rayo de sol molestos que nos forzaban a levantar los ojos de la página o a cambiar de sitio, la merienda que nos habían obligado a llevar y que dejábamos a nuestro lado sobre el banco, sin tocarla siquiera, mientras que, por encima de nuestra "cabeza, el sol iba perdiendo fuerza en el cielo azul, la cena a la que teníamos que llegar a tiempo y durante la cual no pensábamos más que en subir a terminar, sin perder un minuto, el capítulo interrumpido; todo esto, de lo que la lectura hubiera debido impedirnos percibir otra cosa que su importunidad, dejaba por el contrario en nosotros un recuerdo tan agradable (mucho más precioso para nosotros, que aquello que leíamos entonces con tanta devoción), que, si llegáramos ahora a hojear aquellos libros de antaño, serían para nosotros como los únicos almanaques que hubiéramos conservado de un tiempo pasado, con la esperanza de ver reflejados en sus páginas lugares y estanques que han dejado de existir hace tiempo.”
Ya he tocado este tema en otra ocasión, cuando hablaba de los libros como experiencia vital y traía estas páginas un Extracto del prefacio de Henry Miller en “Los libros de mi vida”: ¿Cuál es el papel esencial y a la vez limitado que ha de jugar la lectura en nuestra vida? Es mucho más que probable que yo sea puntilloso y hasta repetitivo con este tema, pero no soy el único, ni mucho menos el primero. Así, cuando ha caído en mis manos “Sobre la Lectura”, de Marcel Proust, no he podido evitar establecer ciertas asociaciones con la interpretación que hice de las palabras de Miller, y regodearme ante el placer de entrar por un instante en comunión con las percepciones de un gigante de la literatura como Proust. No es vanidad, es la alegría de quien busca y encuentra a otros buscadores en plena acción, buscadores que ayudan a arañarle jirones de certidumbre a la oscuridad.
La lectura, de acuerdo con Proust, mucho más que un mero placer epicúreo es iniciadora, incitadora de nuestro propio pensamiento. El libro es muchísimo más que un “ídolo petrificado” en el que existe un “pensamiento todo entero”, una verdad completa. “nuestra sabiduría empieza –dice Proust- donde la del autor termina, y quisiéramos que nos diera respuestas cuando todo lo que puede hacer por nosotros es excitar nuestros deseos. Y esos deseos, él no puede despertárnoslos más que haciéndonos contemplar la suprema belleza que el último esfuerzo de su arte le ha permitido alcanzar. Pero por una singular ley, providencial por añadidura, de la óptica de la mente (ley que significa tal vez que no podemos recibir la verdad de nadie y que debemos crearla nosotros mismos), aquello que es el término de su sabiduría no se nos presenta más que como el comienzo de la nuestra, de manera que cuando ya nos han dicho todo lo que podían decirnos surge en nosotros la sospecha de que todavía no nos han dicho nada. Pues no es más que una consecuencia del amor que los poetas despiertan en nosotros por lo que concedemos una importancia literal o cosas que no son para ellos más que la expresión de emociones personales”.
La lectura, de acuerdo con Proust, mucho más que un mero placer epicúreo es iniciadora, incitadora de nuestro propio pensamiento. El libro es muchísimo más que un “ídolo petrificado” en el que existe un “pensamiento todo entero”, una verdad completa. “nuestra sabiduría empieza –dice Proust- donde la del autor termina, y quisiéramos que nos diera respuestas cuando todo lo que puede hacer por nosotros es excitar nuestros deseos. Y esos deseos, él no puede despertárnoslos más que haciéndonos contemplar la suprema belleza que el último esfuerzo de su arte le ha permitido alcanzar. Pero por una singular ley, providencial por añadidura, de la óptica de la mente (ley que significa tal vez que no podemos recibir la verdad de nadie y que debemos crearla nosotros mismos), aquello que es el término de su sabiduría no se nos presenta más que como el comienzo de la nuestra, de manera que cuando ya nos han dicho todo lo que podían decirnos surge en nosotros la sospecha de que todavía no nos han dicho nada. Pues no es más que una consecuencia del amor que los poetas despiertan en nosotros por lo que concedemos una importancia literal o cosas que no son para ellos más que la expresión de emociones personales”.
Permitidme que copie aquí estos fragmentos inspiradores de Proust:
“(...) De la pura soledad la mente perezosa no podrá obtener nada, puesto que es incapaz por sí sola de poner en marcha su actividad creadora. Sin embargo, la conversación más elevada, los consejos más sabios tampoco le servirían de nada, ya que no pueden producir directamente esta original actividad. Lo que hace falta por tanto es una intervención que, proviniendo de otro, se produzca en cambio en nuestro interior; un estímulo desde luego de otra mente, pero recibido en perfecta soledad (...) Ya sea, por otra parte, que todas las mentes participen en mayor o menor grado de esta pereza, de este estancamiento en los más bajos niveles, ya sea que, sin serle necesaria, la exaltación que producen determinadas lecturas tenga una influencia propicia sobre el trabajo personal, se suele citar a más de un escritor que tenía por costumbre leer algunas bellas páginas antes de ponerse a escribir. Emerson lo hacía raramente sin haber antes releído algunas páginas de Platón. Y Dante no es el único poeta que Virgilio ha acompañado hasta las puertas del paraíso”.
“(...)Mientras la lectura sea para nosotros la iniciadora cuyas llaves mágicas nos abren en nuestro interior la puerta de estancias a las que no hubiéramos sabido llegar solos, su papel en nuestra vida es saludable. Se convierte en peligroso por el contrario cuando, en lugar de despertarnos a la vida personal del espíritu, la lectura tiende a suplantarla, cuando la verdad ya no se nos presenta como un ideal que no esté a nuestro alcance por el progreso íntimo de nuestro pensamiento y el esfuerzo de nuestra voluntad, sino como algo material, abandonado entre las hojas de los libros como un fruto madurado por otros y que no tenemos más que molestarnos en tomarlo de los estantes de las bibliotecas para saborearlo a continuación pasivamente, en una perfecta armonía de cuerpo y mente (...)Qué felicidad, qué descanso para una mente fatigada de buscar la verdad en su interior, descubrir que se encuentra fuera de ella, entre las páginas de un infolio celosamente conservado en un convento de Holanda, y que si, para llegar hasta ella, hay que hacer un gran esfuerzo, este esfuerzo sólo será material, y una distracción llena de encanto para el pensamiento (...) La conquista de la verdad se concibe en estos casos como el éxito de una especie de misión diplomática, donde no faltan ni los accidentes del viaje, ni los azares de la negociación.”
“(...)Este concepto de una verdad sorda a las llamadas de la reflexión y dócil al juego de las influencias, de una verdad que se obtiene con cartas de recomendación, que os la pone en las manos alguien que la poseía materialmente sin tal vez llegar siquiera a conocerla, de una verdad que se deja copiar en un cuaderno, este concepto de la verdad está lejos sin embargo de ser el más peligrosa de todos. Pues muy a menudo para el historiador, incluso para el erudito, esta verdad que van a buscar lejos en un libro, es menos, propiamente hablando, la verdad misma, que su indicio o su prueba, dejando por consiguiente lugar a una verdad distinta que no hace más que anunciar o verificar y que, ésta sí, es al menos una creación individual de su mente. No sucede lo mismo con el ilustrado. Éste, lee por leer, para recordar lo que ha leído. Para él, el libro no es el ángel que levanta el vuelo tan pronto como nos ha abierto las puertas del jardín celestial, sino un ídolo petrificado, al que adora por él mismo, y que, en lugar de dignificarse por los pensamientos que despierta, transmite una dignidad falsa a todo lo que le rodea. El ilustrado cita sonriendo tal o cual nombre que se encuentra en Villehardouin o en Boccacio, tal o cual costumbre descrita en Virgilio. Su mente, carente de actividad original, no sabe extraer de los libros la substancia que podría fortalecerla; carga con ellos íntegramente, y en lugar de contener para él algún elemento asimilable, algún germen de vida, no son más que un cuerpo extraño, un germen de muerte. No es necesario decir que si califico de malsano este gusto, esta especie de respeto fetichista por los libros, es en tanto que constituiría los hábitos ideales de una mente sin tacha que no existe, lo mismo que hacen los fisiólogos al describir un funcionamiento de órganos normal, pero que no puede darse nunca en los seres vivos. En la realidad, por el contrario, donde hay tan pocas mentes perfectas como cuerpos enteramente sanos, aquellos a los que llamamos las mentes preclaras están tan contagiados como los demás de esta "enfermedad literaria". Más todavía, podríamos decir. Parece que la afición por los libros crece con la inteligencia, un poco por debajo de ella, pero en el mismo tallo; como toda pasión, está ligada a una predilección por todo aquello que rodea su objeto, que tiene alguna relación con él y se comunica con él incluso en su ausencia. Del mismo modo, los grandes escritores, durante el tiempo en que no están en comunicación directa con el pensamiento, se sienten a gusto en la sociedad de los libros. Después de todo, ¿acaso no han sido escritos para ellos?, ¿no les descubren mil atractivos, que permanecen ocultos para el resto de los mortales? A decir verdad, el hecho que las mentes superiores sean librescas, como suele decirse, no prueba en absoluto que esto no constituya un defecto del ser... Del hecho de que los hombres mediocres sean a menudo trabajadores y los inteligentes a menudo perezosos, no puede deducirse que el trabajo no sea para la mente una mejor disciplina que la pereza. A pesar de todo, descubrir en un gran hombre uno de nuestros defectos, nos inclina siempre a preguntarnos si no se trataría en el fondo de alguna cualidad desconocida, y no sin placer nos enteramos de que Hugo se sabía a Quinto-Curcio, Tácito y Justino de memoria, que era capaz, si alguien le discutía la legitimidad de un término, de establecer su filiación remontándose a su origen, con la ayuda de citas que demostraban una auténtica erudición. (Ya he probado en otro lugar cómo en él esta erudición alimentaba al genio en vez de ahogarlo, lo mismo que un haz de leña apaga un fuego pequeño y aviva uno grande). Maeterlinck, que es para nosotros todo lo contrario de un ilustrado, y cuya mente está siempre abierta a las mil emociones anónimas que puedan provocarle una colmena, un macizo de flores o un pastizal, nos previene contra los peligros de la erudición, a veces incluso de la bibliofilia, cuando nos describe, como buen aficionado, los grabados que embellecen una edición antigua de Jacob Cats o del ábate Sandrus. Estos peligros, por lo demás, cuando existen, amenazan mucho menos a la inteligencia que a la sensibilidad, siendo la capacidad de lectura provechosa, por decirlo de algún modo, mucho mayor entre los pensadores que entre los escritores de imaginación. Schopenhauer, por ejemplo, nos ofrece la imagen de una mente cuya vitalidad soporta sin esfuerzo aparente una enorme cantidad de lectura, reduciendo inmediatamente cada nuevo conocimiento a la parte de realidad, a la porción viva que contiene.
Schopenhauer no aventura jamás una opinión sin apoyarla al instante con varias citas, pero uno percibe enseguida que los textos citados no son para él más que ejemplos, alusiones inconscientes y anticipadas en las que se complace en encontrar algunos rasgos de su propio pensamiento, aunque en absoluto lo hayan inspirado”.
“(...) Si la afición por los libros crece con la inteligencia, sus peligros, ya lo hemos visto, disminuyen con ella. Una mente original sabe subordinar la lectura a su actividad personal. No es para ella más que la más noble de las distracciones, la más ennoblecedora sobre todo, ya que únicamente la lectura y la sabiduría proporcionan los "buenos modales" de la inteligencia. La fuerza de nuestra sensibilidad y de nuestra inteligencia sólo podemos desarrollarla en nosotros mismos, en las profundidades de nuestra vida espiritual. Pero es en esa relación contractual con otras mentes que es la lectura, donde se forja la educación de los "modales" de la inteligencia. Los ilustrados siguen siendo, a pesar de todo, como las personas de calidad de la inteligencia, e ignorar determinado libro, determinada particularidad de la ciencia literaria, seguirá siendo, incluso en un hombre de talento, una señal de vulgaridad intelectual. La distinción y la nobleza consisten, también en el orden del pensamiento, en una especie de francmasonería de las costumbres y en una herencia de tradiciones”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario