miércoles, marzo 19, 2008

¿Que no has leído aún..."Los pasos perdidos"?

"Hombre de mi tiempo soy y mi tiempo trascendente es el de la Revolución Cubana. Escritor comprometido soy y como tal actúo" (Alejo Carpentier)


Hacía mucho tiempo que no llegaba hasta este reclinatorio para confesar mis carencias en materia literaria. No es fácil...
Próximamente, en un mes, viajaré a Venezuela. Ya llevo media docena de inyecciones en el cuerpo. Sólo me ha faltado, creo, la vacuna contra el socialismo, que me hubieran puesto gustosamente casi la mitad de las personas a las que he comentado, hasta ahora, mi plan de viaje. ¡Qué sorpresa me he llevado! A mi organismo marxista lo han intentado vacunar también a base de pildoritas profilácticas de doctrina capitalista, de miedo, y también de un poco de estupidez politizada en forma pasiva: píldoras de doxa para una alineación placentera. Todo, además, con la sutiliza de un Mamut. Parece que aún, a estas alturas, hay en mi entorno demasiada gente que me ve como oveja descarriada que puede/debe regresar al redil. Me asusta esta realidad. Me angustia tener que reconocer que la simpleza de miras, el ofuscamiento, la colonización de lugares comunes toma ya tintes de pandemia por estos lares.
Bueno, sí, pero yo me voy...
Sin embargo, para el viaje aún queda esperar un tiempo que se hace largo, la verdad. Soy consciente de lo pedante que suena, ya; pero es cierto que no se me ha ocurrido mejor manera de acortar distancias temporales y físicas que sumergirme desde ahora en Venezuela a través de la literatura. Confieso que no he sido un gran seguidor de la literatura de viajes, algún que otro libro ha caído en mis manos, Kapuscinski, Barley... alguno más, pero poca cosa. Y en cambio, la casualidad ha hecho que en esta ocasión buscara, y hallara, algunos textos remarcables. Concretamente, “Los pasos perdidos”, de Alejo Carpentier, “El mundo perdido”, de Conan Doyle y los relatos de Humbolt.
Hasta ahora he leído el primero de ellos. Me parece mentira haber pasado de largo por esta obra tantas veces. Siempre había escucha de Alejo Carpentier que su estilo barroco hacía pastosa la lectura. Nada más lejos de la realidad. Barroco y todo, he disfrutado como una mona. Reconozco mi debilidad por al surrealismo, por el realismo mágico y, desde ahora también, por lo real maravilloso.


¿Qué es lo real maravilloso?

En las siguientes líneas, extraídas de una entrevista que Carpentier concedió a la cadena británica BBC, el propio escritor diferencia entre estos tres conceptos: realismo mágico, surrealismo y lo real maravilloso.

“La palabra realismo mágico fue traída a nuestro idioma por la publicación, si no me equivoco, por las ediciones de la Revista de Occidente hacia el año 1926, de un libro de un crítico alemán llamado Franz Roh, titulado "El realismo mágico", donde analizaba la producción de los pintores expresionistas alemanes".
"Podríamos decir también que cuando André Breton en su primer manifiesto del surrealismo dice que todo lo maravilloso es bello, lo maravilloso siempre es bello, sólo lo maravilloso es bello, ya en cierto modo definía lo maravilloso".
"Lo real maravilloso, tal como yo lo entiendo, se diferencia de ambas cosas por lo siguiente".
"En el realismo mágico, tal como lo veía Franz Roh, el realismo mágico venía fabricado por el artista, por así decirlo".
"El artista se colocaba ante una tela y al representar una calle de una ciudad moderna, la llenaba de elementos misteriosos, extraños, contrastados, en una atmósfera exenta de aire, exenta de espesor, transeúntes misteriosos que nunca se miran a la cara, que nunca dialogan...es un mecanismo fabricado, un elemento maravilloso fabricado, un realismo mágico fabricado".
"Los surrealistas también, en la mayoría de los casos, producían lo maravilloso combinando objetos en una mesa, creando contrastes. Es decir, es un mundo maravilloso fabricado, premeditado".
"En América Latina, lo maravilloso se encuentra en vuelta de cada esquina, en el desorden, en lo pintoresco de nuestras ciudades, en los rótulos callejeros o en nuestra vegetación o en nuestra naturaleza y, por decirlo todo, también en nuestra historia".


Carpentier describió su visión de lo real maravilloso en el prólogo de “El reino de este mundo”, novela sobre la revolución haitiana. Copio a continuación parte de este texto:

"Vuelve el latinoamericano a lo suyo y empieza a entender muchas cosas. Descubre que, si el Quijote le pertenece de hecho y derecho, a través del Discurso a los cabreros aprendió palabras, en recuento de edades, que le vienen de Los trabajos y los días. Abre la gran crónica de Bernal Díaz del Castillo y se encuentra con el único libro de caballería real y fidedigno que se haya escrito —libro de caballeriza donde los hacedores de maleficios fueron teules visibles y palpables, auténticos los animales desconocidos, contempladas las ciudades ignotas, vistos los dragones en sus ríos y las montañas insólitas en sus nieves y humos. Bernal Díaz, sin sospecharlo, había superado las hazañas de Amadís de Gaula, Belianis de Grecia y Florismarte de Hircania. Había descubierto un mundo de monarcas coronados de plumas de aves verdes, de vegetaciones que se remontaban a los orígenes de la tierra, de manjares jamás probados, de bebidas sacadas del cacto y de la palma, sin darse cuenta aún que, en ese mundo, los acontecimientos que ocupan al hombre suelen cobrar un estilo propio en cuanto a la trayectoria de un mismo acontecer. Arrastra el latinoamericano una herencia de treinta siglos, pero, a pesar de una contemplación de hechos absurdos, a pesar de muchos pecados cometidos, debe reconocerse que su estilo se va afirmando a través de su historia, aunque a veces ese estilo puede engendrar verdaderos monstruos. Pero las compensaciones están presentes: puede un Melgarejo, tirano de Bolivia, hacer beber cubos de cerveza a su caballo Holofernes; del Mediterráneo caribe, en la misma época, surge un José Martí capaz de escribir uno de los mejores ensayos que, acerca de los pintores impresionistas franceses, hayan aparecido en cualquier idioma. Una América Central, poblada de analfabetos, produce un poeta —Rubén Darío— que transforma toda la poesía de expresión castellana. Hay también ahí quien, hace un siglo y medio, explicó los postulados filosóficos de la alienación a esclavos que llevaban tres semanas de manumisos. Hay ahí (no puede olvidarse a Simón Rodríguez) quien creó sistemas de educación inspirados en el Emilio, donde sólo se esperaba que los alumnos aprendieran a leer para ascender socialmente por virtud del entendimiento de los libros —que era como decir: de los códigos. Hay quien quiso desarrollar estrategias de guerra napoleónica con lanceros montados, sin monturas ni estribos, en el loma de su jameigos. Hay la prometida soledad de Bolívar en Santa Marta, las batallas libradas al arma blanca durante nueve horas en el paisaje lunar de los Andes, las torre de Tikal, los frescos rescatados a la selva de Bonanpak, el vigente enigma de Tihuanacu, la majestad del acrópolis de Monte Albán, la belleza abstracta —absolutamente abstracta— del Templo de Mitla, con sus variaciones sobre temas plásticos ajenos a todo empeño figurativo. La enumeración podría ser inacabable. Por ello diré que una primera noción de lo real maravilloso me vino a la mente calando, a fines del año 1943, tuve la suerte de poder visitar el reino de Henri Christophe —las ruinas tan poéticas, de Sans-Souci; la mole, imponentemente intacta a pesar de rayos y terremotos, de la Ciudadela La Ferrière— y de conocer la todavía normanda Ciudad del Cabo, el Cap Français de la antigua Colonia, donde una casa de larguísimos balcones conduce al palacio de cantería habitado antaño por Paulina Bonaparte. Mi encuentro con Paulina Bonaparte, ahí, tan lejos de Córcega, fue, para mí, como una revelación. Vi la posibilidad de establecer ciertos sincronismos posibles, americanos, recurrentes, por encima del tiempo, relacionando esto con aquello, el ayer con el presente. Vi la posibilidad de traer ciertas verdades europeas a las latitudes, que son nuestras actuando a contrapelo de quienes, viajando contra la trayectoria del sol, quisieron llevar verdades nuestras a donde, hace todavía treinta años, no había capacidad de entedimiento ni de medida para verlas en su justa dimensión. (Paulina Bonaparte fue, para mí, lazarillo y guía, tiento primero —a partir de la Venus de Canova— de los ensayos de indagación de los personajes que, como Bilaud-Varenne, Collot d’Herbois, Víctor Huges, habrían de animar mi “Siglo de las Luces”, visto en función de luces americanas.) Después de sentir el nada mentido sortilegio[1] de las tierras de Haití, de haber hallado advertencias mágicas en los caminos rojos de la Meseta Central, de haber oído los tambores del Petro y del Rada, me vi llevado a acercar la maravillosa realidad recién vívida a la agotante pretensión de suscitar lo maravilloso que caracterizó ciertas literaturas europeas de estos últimos treinta años. Lo maravilloso, buscado a través de las viejos clisés de la selva de Brocelianda, de los caballeros de la mesa redonda, del encantador Merlín y del ciclo de Arturo. Lo maravilloso, pobremente sugerido por los oficios y deformidades de los personajes de feria —¿no se cansarán los jóvenes poetas franceses de los fenómenos y payasos de la fête foraine, de los que ya Rimbaud se había despedido en su Alquímia del Verbo? Lo maravilloso, obtenido con trucos de prestidigitación, reuniéndose objetos que para nada suelen encontrarse: la vieja y embustera historia del encuentro fortuito del paraguas y de la máquina de coser sobre una mesa de disección, generador de las cucharas de armiño, los caracoles en el taxi pluvioso, la cabeza de león en la pelvis de una viuda, de las exposiciones surrealistas. O, todavía, lo maravilloso literario: el rey de la Julieta de Sade, el supermacho de Jarry, el monje de Lewis, la utilería escalofriante de la novela negra inglesa: fantasmas, sacerdotes emparedados, licantropías, manos clavadas sobre la puerta de un castillo. Pero, a fuerza de querer suscitar lo maravilloso o todo trance, los taumaturgos se hacen burócratas. Invocando por medio de fórmulas consabidas que hacen de ciertas pinturas un monótono baratillo de relojes amelcochados, de maniquíes de costurera, de vagos monumentos fálicos, lo maravilloso se queda en paraguas o langosta o máquina de coser, o lo que sea, sobre una mesa de disección, en el interior de un cuarto triste, en un desierto de rocas. Pobreza imaginativa, decía Unamuno, es aprenderse códigos de memoria. Y hoy existen códigos de lo fantástico, basados en el principio del burro devorado por un higo, propuesto por los Cantos de Maldoror como suprema inversión de la realidad, a los que debemos muchos “niños amenazados por ruiseñores”, o los “caballos devorando pájaros” de André Masson. Pero obsérvese que cuando André Masson quiso dibujar la selva de la isla de Martinica, con el increíble entrelazamiento de sus plantas y la obscena promiscuidad de ciertos frutos, la maravillosa verdad del asunto devoró al pintor, dejándolo poco menos que impotente frente al papel en blanco. Y tuvo que ser un pintor de América, el cubano Wilfredo Lam, quien nos enseñara la magia de la vegetación tropical, la desenfrenada creación de formas de nuestra naturaleza —con todas sus metamorfosis y simbiosis—, en cuadros monumentales de una expresión única en la pintura contemporánea. Ante la desconcertante pobreza imaginativa de un Tanguy, por ejemplo, que desde hace veinticinco años pinta las mismas larvas pétreas bajo el mismo cielo gris, me dan ganas de repetir una frase que enorgullecía a los surrealistas de la primera hornada: Vous qui ne voyez paz pensez à ceux qui voient. Hay todavía demasiados “adolescentes que hallan placer en violar los cadáveres de hermosas mujeres recién muertas” (Lautréamont), sin advertir que lo maravilloso estaría en violarlas vivas. Pero es que muchos se olvidan, con disfrazarse de magos a poco costo, que lo maravilloso comienza a serlo de manera inequívoca cuando surge de una inesperada alteración de la realidad (el milagro) de una revelación privilegiada de la realidad, de una iluminación inhabitual o singularmente favorecedora de las inadvertidas riquezas de la realidad, de una ampliación de las escalas y categorías de la realidad, percibidas con particular intensidad en virtud de una exaltación del espíritu que lo conduce a un modo de “estado limite”. Para empezar, la sensación de lo maravilloso presupone una fe. Los que no creen en santos no pueden curarse con milagros de santos, ni los que no son Quijotes pueden meterse, en cuerpo, alma y bienes, en el mundo de Amadís de Gaula o Tirante el Blanco. Prodigiosamente fidedignas resultan ciertas frases de Rutilio en Los trabajos de Persiles y Segismunda, acerca de hombres transformados en lobos, porque en tiempos de Cervantes se creía en gentes aquejadas de manía lupina. Asimismo el viaje del personaje, desde Toscana a Noruega, sobre el manto de una bruja. Marco Polo admitía que ciertas aves volaran llevando elefantes entre las garras, y Lutero vio de frente al demonio a cuya cabeza arrojó un tintero. Víctor Hugo, tan explotado por los tenedores de libros de lo maravilloso, creía en aparecidos, porque estaba seguro de haber hablado, en Guernesey, con el fantasma de Leopoldina. A Van Gogh bastaba con tener fe en el Girasol, para fijar su revelación en una tela. De ahí que lo maravilloso invocado en el descreimiento —como lo hicieron los surrealistas durante tantos años— nunca fue sino una artimaña literaria, tan aburrida, al prolongarse, como cierta literatura onírica “arreglada”, ciertos elogios de la locura, de los que estamos muy de vuelta. No por ello va a darse la razón, desde luego, a determinados partidarios de un regreso a lo real —término que cobra, entonces, un significado gregariamente político—, que no hacen sino sustituir los trucos del prestidigitador por los lugares comunes del literato “enrolado” o el escatológico regodeo de ciertos existencialistas. Pero es indudable que hay escasa defensa para poetas y artistas que loan al sadismo sin practicarlo, admiran el supermacho por impotencia, invocan espectros sin creer que respondan a los ensalmos, y fundan sociedades secretas, sectas literarias, grupos vagamente filosóficos, con santos y señas y arcanos fines —nunca alcanzados—, sin ser capaces de concebir una mística válida ni de abandonar los más mezquinos hábitos para jugarse el alma sobre la temible carta de una fe. Esto se me hizo particularmente evidente durante mi permanencia en Haití, al hallarme en contacto cotidiano con algo que podríamos llamar lo real maravilloso. Pisaba yo una tierra donde millares de hombres ansiosos de libertad creyeron en los poderes licantrópicos de Mackandal, a punto de que esa fe colectiva produjera un milagro el día de su ejecución. Conocía ya la historia prodigiosa de Bouckman, el iniciado jamaiquino. Había estado en la Ciudadela La Ferrière, obra sin antecedentes arquitectónicos, únicamente anunciada por las Prisiones imaginarias del Piranesi. Había respirado la atmósfera creada por Henri Cristophe, monarca de increíbles empeños, mucho más sorprendente que todos los reyes crueles inventados por los surrealistas, muy afectos a tiranías imaginarias, aunque no padecidas. A cada paso hallaba lo real maravilloso. Pero pensaba, además, que esa presencia y vigencia de lo real maravilloso no era privilegio único do Haití, sino patrimonio de la América entera, donde todavía no se ha terminado de establecer, por ejemplo, un recuento de cosmogonías. Lo real maravilloso se encuentra a cada paso en las vidas de hombres que inscribieron fechas en la historia del continente y dejaron apellidos aún llevados: desde los buscadores de la fuente de la eterna juventud, de la áurea ciudad de Manoa, hasta ciertos rebeldes de la primera hora o ciertos héroes modernos de nuestras guerras de independencia de tan mitológica traza como la coronel Juana de Azurduy. Siempre me ha parecido significativo el hecho de que, en 1780, unos cuerdos españoles, salidos de Angostura, se lanzaron todavía a la busca de El Dorado, y que en días de la Revolución Francesa —¡vivan la Razón y el Ser Supremo!—, el compostelano Francisco Menéndez anduviera por tierras de Patagonia buscando la ciudad encantada de los Césares. Enfocando otro aspecto de la cuestión, veríamos que, así como en Europa occidental el folklore danzario, por ejemplo, ha perdido todo carácter mágico o invocatorio, rara es la danza colectiva, en América, que no encierre un hondo sentido ritual, creándose en torno a él todo un proceso inicíaco: tal los bailes de la santería cubana, o la prodigiosa versión negroide de la fiesta del Corpus, que aún puede verse en el pueblo de San Francisco de Yare, en Venezuela. Hay un momento, en el sexto canto del Maldoror, en que el héroe, perseguido por toda la policía del mundo, escapa a “un ejército de agentes y espías” adoptando el aspecto de animales diversos y haciendo uso de su don de transportarse instantáneamente a Pekín, Madrid o San Petersburgo. Esto es “literatura maravillosa” en pleno. Pero en América, donde no se ha escrito nada semejante, existió un Mackandal dotado de los mismos poderes por la fe de sus contemporáneos, y que alentó, con esa magia, una de las sublevaciones más dramáticas y extrañas de la historia. Maldoror —lo confiesa el mismo Ducasse— no pasaba de ser un “poético Rocambole”. De él sólo quedó una escuela literaria de vida efímera. De Mackandal el americano, en cambio, ha quedado toda una mitología, acompañada de himnos mágicos, conservados por todo un pueblo, que aún se cantan en las ceremonias del Voudou.[2] (Hay por otra parte, una rara casualidad en el hecho de que Isidoro Ducasse, hombre que tuvo un excepcional instinto de lo fantástico-poético, hubiera nacido en América y se jactara tan enfáticamente, al final de uno de sus cantos, de ser Le Montevidéen). Y es que, por la virginidad del paisaje, por la formación, por la ontología, por la presencia fáustica del indio y del negro, por la revelación que constituyó su reciente descubrimiento, por los fecundos mestizajes que propició, América está muy lejos de haber agotado su caudal de mitologías. ¿Pero qué es la historia de América toda sino una crónica de lo real maravilloso?".


Para más información sobre Alejo Carpentier:

2 comentarios:

Unknown dijo...

Yo tambien me llamo David!
ooooooooooooohh!!!!!

Anónimo dijo...
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