Las palabras...
Hace unos cuantos meses –demasiados- que acarreo una espinita en mi corazón. Y hoy, con el texto que incluyo más abajo (conferencia de Julio Cortazar en Madrid, en 1981) creo haber encontrado la forma de quitarme esa espinita sin apenas añadir nada por mi parte. En un momento de extraña lucidez , allá por el mes de abril, decidí, casi de un día para otro, abandonar mi forma de lucha, cambiar de táctica. Renunciar al eslogan tantas veces repetido que ya no se escuchaba, a las palabras desprestigiadas, a lo previsible, a los discursos que, lanzados como pelotas de tenis, tenían (tienen) un revés esperándoles al otro lado de la red; palabras, dijo Cortazar, como libertad, justicia, democracia, han sido prostituidas por aquellos a quienes no interesaba el valor de su significado. Estas palabras han quedado como mero significante arrojadizo. De tal modo que mi discurso abiertamente crítico contra este modelo político-económico occidental era mera lluvia cayendo sobre las azoteas impermeabilizadas por muchos años de desidia. Y no podía ser suficiente con evitar ciertas palabras, algún eslogan, sino que había que buscar formas de hacerse escuchar que no encontraran de antemano la resistencia a lo demonizado. Ese es el camino que me he marcado como ruta, simplemente porque creo que es donde más impacto positivo puedo tener.
Por supuesto, este cambio despertó ciertas reticencias entre quienes estaban acostumbrados a mi antiguo estilo, tan agresivo como estéril. Desde entonces he sufrido algunas críticas -no muchas, sutiles- que, lejos de hacerme retroceder, me han dado la fuerza para seguir adelante, porque creo que es para bien, sólo que de esta forma es más difícil para mí. Hoy me quito, entonces, un poco del peso que llevaba encima. Hoy siento que, gracias a este regalo de Cortazar, tengo una oportunidad para comenzar a explicarme.
Por supuesto, este cambio despertó ciertas reticencias entre quienes estaban acostumbrados a mi antiguo estilo, tan agresivo como estéril. Desde entonces he sufrido algunas críticas -no muchas, sutiles- que, lejos de hacerme retroceder, me han dado la fuerza para seguir adelante, porque creo que es para bien, sólo que de esta forma es más difícil para mí. Hoy me quito, entonces, un poco del peso que llevaba encima. Hoy siento que, gracias a este regalo de Cortazar, tengo una oportunidad para comenzar a explicarme.
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LAS PALABRAS...(Julio Cortazar, 1981)
"Si algo sabemos los escritores es que las palabras pueden llegar a cansarse y a enfermarse, como se cansan y se enferman los hombres o los caballos. Hay palabras que a fuerza de ser repetidas, y muchas veces mal empleadas, terminan por agotarse, por perder poco a poco su vitalidad. En vez de brotar de las bocas o de la escritura como lo que fueron alguna vez, flechas de la comunicación, pájaros del pensamiento y de la sensibilidad, las vemos o las oímos caer corno piedras opacas, empezamos a no recibir de lleno su mensaje, o a percibir solamente una faceta de su contenido, a sentirlas corno monedas gastadas, a perderlas cada vez más como signos vivos y a servirnos de ellas como pañuelos de bolsillo, como zapatos usados. [...] sabemos que hay palabras-clave, palabras-cumbre que condensan nuestras ideas, nuestras esperanzas y nuestras decisiones, y que deberían brillar como estrellas mentales cada vez que se las pronuncia. Sabemos muy bien cuales son esas palabras en las que se centran tantas obligaciones y tantos deseos: libertad, dignidad, derechos humanos, pueblo, justicia social, democracia, entre muchas otras. [...] aquí las estamos diciendo porque debemos decirlas, porque ellas aglutinan una inmensa carga positiva sin la cual nuestra vida tal como la entendemos no tendría el menor sentido, ni como individuos ni como pueblos. Aquí están otra vez esas palabras, las estamos diciendo, las estamos escuchando Pero en algunos de nosotros, acaso porque tenemos un contacto más obligado con el idioma que es nuestra herramienta estética de trabajo, se abre paso un sentimiento de inquietud, un temor que sería más fácil callar en el entusiasmo y la fe del momento, pero que no debe ser callado cuando se lo siente con fuerza y con la angustia con que a mí me ocurre sentirlo. Una vez más [...] surgen entre nosotros palabras cuya necesaria repetición es prueba de su importancia; pero a la vez se diría que esa reiteración las está como limando, desgastando, apagando. Digo: "libertad" digo: "democracia", y de pronto siento que he dicho esas palabras sin haberme planteado una vez más su sentido más hondo, su mensaje más agudo, y siento también que muchos de los que las escuchan las están recibiendo a su vez como algo que amenaza convertirse en un estereotipo, en un clisé sobre el cual todo el mundo está de acuerdo porque ésa es la naturaleza misma del clisé y del estereotipo: anteponer un lugar común a una vivencia, una convención a una reflexión [...] ¿Con qué derecho digo aquí estas cosas? Con el simple derecho de alguien que ve en el habla el punto más alto que haya escalado el hombre buscando saciar su sed de conocimiento y de comunicación, es decir, de avanzar positivamente en la historia como ente social, y de ahondar como individuo en el contacto con sus semejantes. Sin la palabra no habría historia y tampoco habría amor; seriamos, como el resto de los animales, mera sexualidad. El habla nos une como parejas, como sociedades, como pueblos. Hablamos porque somos, pero somos porque hablamos. Y es entonces que en las encrucijadas críticas, en los enfrentamientos de la luz contra la tiniebla, de la razón contra la brutalidad, de la democracia contra el fascismo, el habla asume un valor supremo del que no siempre nos damos plena cuenta. Ese valor, que debería ser nuestra fuerza diurna frente a las acometidas de la fuerza nocturna, ese valor que nos mostraría con una máxima claridad el camino frente a los laberintos y las trampas que nos tiende el enemigo, ese valor del habla lo manejamos a veces como quien pone en marcha su automóvil o sube la escalera de su casa, mecánicamente, casi sin pensar, dándolo por sentado y por valido, descontando que la libertad es la libertad y la justicia es la justicia, así tal cual y sin más, como el cigarrillo que ofrecemos o que nos ofrecen. [...] yo siento que no siempre hacemos el esfuerzo necesario para definirnos inequívocamente en el plano de la comunicación verbal, para sentirnos seguros de las bases profundas de nuestras convicciones y de nuestras conductas sociales y políticas. Y eso puede llevarnos en muchos casos sin conocer a fondo el terreno donde se libra la batalla y donde debemos ganarla. Seguimos dejando que esas palabras que transmiten nuestras consignas, nuestras opciones y nuestras conductas, se desgasten y se fatiguen a fuerza de repetirse dentro de moldes avejentados, de retóricas que inflaman la pasión y la buena voluntad pero que no incitan a la reflexión creadora, al avance en profundidad de la inteligencia, a las tomas de posición que signifiquen un verdadero paso adelante en la búsqueda de nuestro futuro. Todo esto sería acaso menos grave si frente a nosotros no estuvieran aquellos que, tanto en el plano del idioma como en el de los hechos, intentan todo lo posible para imponernos una concepción de vida, del estado, de la sociedad y del individuo basado en el desprecio elitista, en la discriminación por razones raciales y económicas, en la conquista de un poder omnímodo por todos los medios a su alcance, desde la destrucción física de pueblos enteros hasta el sojuzgamiento de aquellos grupos humanos que ellos destinan a la explotación económica y a la alienación individual.
Si algo distingue al fascismo y al imperialismo como técnicas de infiltración es precisamente su empleo tendencioso del lenguaje, su manejo de servirse de los mismo conceptos que estamos utilizando aquí [...] para alterar y viciar su sentido más profundo y proponerlos como consignas de su ideología. Palabras como patria, libertad y civilización saltan como conejos en todos sus discursos, en todos sus artículos periodísticos. Pero para ellos la patria es una plaza fuerte destinada por definición a menospreciar y a amenazar a cualquier otra patria que no esté dispuesta a marchar de su lado en el desfile de los pasos de ganso. Para ellos la libertad es su libertad, la de una minoría entronizada y todopoderosa, sostenida ciegamente por masas altamente masificadas. Para ellos la civilización es el estancamiento en un conformismo permanente, en una obediencia incondicional. Y es entonces que nuestra excesiva confianza en el valor positivo que para nosotros tienen esos términos puede colocarnos en desventaja frente a ese uso diabólico del lenguaje. Por la muy simple razón de que nuestros enemigos han mostrado sus capacidad de insinuar, de introducir paso a paso un vocabulario que se presta como ninguno al engaño, y si por nuestra parte no damos al habla su sentido más auténtico y verdadero, puede llegar el momento en que ya no se vea con la suficiente claridad la diferencia esencial entre nuestros valores políticos y sociales y los de aquellos que presentan sus doctrinas vestidas con prendas parecidas; puede llegar el día en que el uso reiterado de las mismas palabras por unos y por otros no deje ver ya la diferencia esencial de sentido que hay en términos tales como individuo, como justicia social, corno derechos humanos, según que sean dichos por nosotros o por cualquier demagogo del imperialismo o del fascismo. Hubo un tiempo, sin embargo, en que las cosas no fueron así. Basta mirar hacia atrás en la historia para asistir al nacimiento de esas palabras en su forma más pura, para asentir su temblor matinal en los labios de tantos visionarios, de tantos filósofos, de tantos poetas. Y eso, que era expresión de utopía o de ideal en sus bocas y en sus escritos, habría de llenarse de ardiente vida cuando una primera y fabulosa convulsión popular las volvió realidad en el estallido de la Revolución Francesa. Hablar de libertad, de igualdad y de fraternidad dejó entonces de ser una abstracción del deseo para entrar de lleno en la dialéctica cotidiana de la historia vivida. Y a pesar de las contrarrevoluciones, de las traiciones profundas que habrían de encarnarse en figuras como la de Napoleón Bonaparte y de las de tantos otros, esas palabras conservaron su sabor más humano, su mensaje más acuciante que despertó a otros pueblos, que acompañó el nacimiento de las democracias y la liberación de tantos países oprimidos a lo largo del siglo XIX y la primera mitad del nuestro. Esas palabras no estaban ni enfermas ni cansadas, a pesar de que poco a poco los intereses de una burguesía egoísta y despiadada empezaba a recuperarlas para sus propios fines, que eran y son el engaño, el lavado de cerebros ingenuos o ignorantes, el espejismo de las falsas democracias como lo estamos viendo en la mayoría de los países industrializados que continúan decididos a imponer su ley y sus métodos a la totalidad del planeta. Poco a poco esas palabras se viciaron, se enfermaron a fuerza de ser viciadas por las peores demagogias del lenguaje dominante. Y nosotros, que las amamos porque en ellas alienta nuestra verdad, nuestra esperanza y nuestra lucha, seguimos diciéndolas porque las necesitamos, porque son las que deben expresar y transmitir nuestros valores positivos, nuestras normas de vida y nuestras consignas de combate. Las decimos, si, y es necesario y hermoso que así sea; pero ¿hemos sido capaces de mirarlas de frente, de ahondar en su significado, de despojarlas de la adherencias, de falsedad, de distorsión y de superficialidad con que nos han llegado después de un itinerario histórico que muchas veces las ha entregado y las entrega a los peores usos de la propaganda y la mentira? Un ejemplo entre muchos puede mostrar la cínica deformación del lenguaje por parte de los opresores de los pueblos. A lo largo de la segunda guerra mundial, yo escuchaba desde mi país, la Argentina, las transmisiones radiales por ondas cortas de los aliados y de los nazis. Recuerdo, con asco que el tiempo no ha hecho más que multiplicar, que las noticias difundidas por la radio de Hitler comenzaban cada vez con esta frase: Aquí Alemania, defensora de la cultura». Si, ustedes me han oído bien, sobre todo ustedes los mas jóvenes para quienes esa época es ya apenas una página en el manual de historia. Cada noche la voz repetía la misma frase: .Alemania, defensora de la cultura». La repetía mientras millones de judíos eran exterminados en los campos de concentración, la repetía mientras los teóricos hitleristas proclamaban sus teorías sobre la primacía de los arios puros y su desprecio por todo el resto de la humanidad considerada como inferior.
La palabra cultura, que concentra en su infinito contenido la definición más alta del ser humano, era presentada como un valor que el hitlerismo pretendía defender con sus divisiones blindadas, quemando libros en inmensas piras, condenando las formas más audaces y hermosas del arte moderno, masificando el pensamiento y la sensibilidad de enormes multitudes.[...] Mi propio país, la Argentina, proporciona hoy otro ejemplo de esta colonización de la inteligencia por deformación de las palabras. En momentos en que diversas comisiones internacionales investigaban las denuncias sobre los::miles y miles de desaparecidos en el país, y daban a.. conocer informes aplastantes donde todas las formas de violación de derechos humanas aparecían probadas y documentadas; la junta militar organizó una propaganda basada en el siguiente slogan: «Los argentinos somos derechos y humanos». Así, esos dos términos indisolublemente ligados desde la Revolución Francesa y en nuestros días por la Declaración de las Naciones Unidas, fueron insidiosamente separados, y la noción de derecho pasó a tomar un sentido totalmente disociado de su significación ética, jurídica y política para convertirse en el elogio demagógico de una supuesta manera de ser de los argentinos. Véase como el mecanismo de ese sofisma se vale de las mismas palabras: como somos derechos y humanos, nadie puede pretender que hemos violado los derechos humanos. Y todo el mundo puede irse a la cama en paz [...] Y así podíamos seguir pasando revista al doble juego de escamoteos y de tergiversaciones verbales que. como se puede comprobar cien veces, golpea a las puertas de nuestro propio discurso político con las armas de la televisión, de la prensa y del cine, para ir generando una confusión mental progresiva, un desgaste de valores, una lenta enfermedad del habla, una fatiga contra la que no siempre luchamos como deberíamos hacerlo. ¿Pero en qué consiste ese deber? Detrás de cada palabra está presente el hombre como historia y como conciencia, y es en la naturaleza del hombre donde se hace necesario ahondar a la hora de asumir, de exponer y de defender nuestra concepción de la democracia y de la justicia social. Ese hombre que pronuncia tales palabras, ¿está bien seguro de que cuando habla de democracia abarca el conjunto de sus semejantes sin la menor restricción de tipo étnico, religioso o idiomático? Ese hombre que habla de libertad, ¿está seguro de que en su vida privada, en el terreno del matrimonio, de la sexualidad, de la paternidad o la maternidad, está dispuesto a vivir sin privilegios atávicos [...]? Ese hombre que habla de derechos humanos, ¿está seguro de que sus derechos no benefician cómodamente de una cierta situación social o económica frente a otros hombres que carecen de los medios o la educación necesarios para tener conciencia de ellos y hacerlos valer? Es tiempo de decirlo: las hermosas palabras de nuestra lucha ideológica y política no se enferman y se fatigan por sí mismas, sino por el mal uso que les dan nuestros enemigos y que en muchas circunstancias les damos nosotros. Una crítica profunda de nuestra naturaleza, de nuestra manera de pensar, de sentir y de vivir, es la única posibilidad que tenemos de devolverle al habla su sentido más alto, limpiar esas palabras que tanto usamos sin acaso vivirlas desde adentro, sin practicarlas auténticamente desde adentro, sin ser responsables de cada una de ellas desde lo más hondo de nuestro ser. Sólo así esos términos alcanzarán la fuerza que exigimos en ellos, sólo así serán nuestros y solamente nuestros. La tecnología le ha dado al hombre máquinas que lavan las ropas y la vajilla, que le devuelven el brillo y la pureza para su mejor uso. Es hora de pensar que cada uno de nosotros tiene una máquina mental de lavar, y que esa máquina es su inteligencia y su conciencia; con ella podemos y debemos lavar nuestro lenguaje político de tantas adherencias que lo debilitan. Sólo así lograremos que el futuro responda a nuestra esperanza y a nuestra acción, porque la historia es el hombre y se hace a su imagen y a su palabra."
Si algo distingue al fascismo y al imperialismo como técnicas de infiltración es precisamente su empleo tendencioso del lenguaje, su manejo de servirse de los mismo conceptos que estamos utilizando aquí [...] para alterar y viciar su sentido más profundo y proponerlos como consignas de su ideología. Palabras como patria, libertad y civilización saltan como conejos en todos sus discursos, en todos sus artículos periodísticos. Pero para ellos la patria es una plaza fuerte destinada por definición a menospreciar y a amenazar a cualquier otra patria que no esté dispuesta a marchar de su lado en el desfile de los pasos de ganso. Para ellos la libertad es su libertad, la de una minoría entronizada y todopoderosa, sostenida ciegamente por masas altamente masificadas. Para ellos la civilización es el estancamiento en un conformismo permanente, en una obediencia incondicional. Y es entonces que nuestra excesiva confianza en el valor positivo que para nosotros tienen esos términos puede colocarnos en desventaja frente a ese uso diabólico del lenguaje. Por la muy simple razón de que nuestros enemigos han mostrado sus capacidad de insinuar, de introducir paso a paso un vocabulario que se presta como ninguno al engaño, y si por nuestra parte no damos al habla su sentido más auténtico y verdadero, puede llegar el momento en que ya no se vea con la suficiente claridad la diferencia esencial entre nuestros valores políticos y sociales y los de aquellos que presentan sus doctrinas vestidas con prendas parecidas; puede llegar el día en que el uso reiterado de las mismas palabras por unos y por otros no deje ver ya la diferencia esencial de sentido que hay en términos tales como individuo, como justicia social, corno derechos humanos, según que sean dichos por nosotros o por cualquier demagogo del imperialismo o del fascismo. Hubo un tiempo, sin embargo, en que las cosas no fueron así. Basta mirar hacia atrás en la historia para asistir al nacimiento de esas palabras en su forma más pura, para asentir su temblor matinal en los labios de tantos visionarios, de tantos filósofos, de tantos poetas. Y eso, que era expresión de utopía o de ideal en sus bocas y en sus escritos, habría de llenarse de ardiente vida cuando una primera y fabulosa convulsión popular las volvió realidad en el estallido de la Revolución Francesa. Hablar de libertad, de igualdad y de fraternidad dejó entonces de ser una abstracción del deseo para entrar de lleno en la dialéctica cotidiana de la historia vivida. Y a pesar de las contrarrevoluciones, de las traiciones profundas que habrían de encarnarse en figuras como la de Napoleón Bonaparte y de las de tantos otros, esas palabras conservaron su sabor más humano, su mensaje más acuciante que despertó a otros pueblos, que acompañó el nacimiento de las democracias y la liberación de tantos países oprimidos a lo largo del siglo XIX y la primera mitad del nuestro. Esas palabras no estaban ni enfermas ni cansadas, a pesar de que poco a poco los intereses de una burguesía egoísta y despiadada empezaba a recuperarlas para sus propios fines, que eran y son el engaño, el lavado de cerebros ingenuos o ignorantes, el espejismo de las falsas democracias como lo estamos viendo en la mayoría de los países industrializados que continúan decididos a imponer su ley y sus métodos a la totalidad del planeta. Poco a poco esas palabras se viciaron, se enfermaron a fuerza de ser viciadas por las peores demagogias del lenguaje dominante. Y nosotros, que las amamos porque en ellas alienta nuestra verdad, nuestra esperanza y nuestra lucha, seguimos diciéndolas porque las necesitamos, porque son las que deben expresar y transmitir nuestros valores positivos, nuestras normas de vida y nuestras consignas de combate. Las decimos, si, y es necesario y hermoso que así sea; pero ¿hemos sido capaces de mirarlas de frente, de ahondar en su significado, de despojarlas de la adherencias, de falsedad, de distorsión y de superficialidad con que nos han llegado después de un itinerario histórico que muchas veces las ha entregado y las entrega a los peores usos de la propaganda y la mentira? Un ejemplo entre muchos puede mostrar la cínica deformación del lenguaje por parte de los opresores de los pueblos. A lo largo de la segunda guerra mundial, yo escuchaba desde mi país, la Argentina, las transmisiones radiales por ondas cortas de los aliados y de los nazis. Recuerdo, con asco que el tiempo no ha hecho más que multiplicar, que las noticias difundidas por la radio de Hitler comenzaban cada vez con esta frase: Aquí Alemania, defensora de la cultura». Si, ustedes me han oído bien, sobre todo ustedes los mas jóvenes para quienes esa época es ya apenas una página en el manual de historia. Cada noche la voz repetía la misma frase: .Alemania, defensora de la cultura». La repetía mientras millones de judíos eran exterminados en los campos de concentración, la repetía mientras los teóricos hitleristas proclamaban sus teorías sobre la primacía de los arios puros y su desprecio por todo el resto de la humanidad considerada como inferior.
La palabra cultura, que concentra en su infinito contenido la definición más alta del ser humano, era presentada como un valor que el hitlerismo pretendía defender con sus divisiones blindadas, quemando libros en inmensas piras, condenando las formas más audaces y hermosas del arte moderno, masificando el pensamiento y la sensibilidad de enormes multitudes.[...] Mi propio país, la Argentina, proporciona hoy otro ejemplo de esta colonización de la inteligencia por deformación de las palabras. En momentos en que diversas comisiones internacionales investigaban las denuncias sobre los::miles y miles de desaparecidos en el país, y daban a.. conocer informes aplastantes donde todas las formas de violación de derechos humanas aparecían probadas y documentadas; la junta militar organizó una propaganda basada en el siguiente slogan: «Los argentinos somos derechos y humanos». Así, esos dos términos indisolublemente ligados desde la Revolución Francesa y en nuestros días por la Declaración de las Naciones Unidas, fueron insidiosamente separados, y la noción de derecho pasó a tomar un sentido totalmente disociado de su significación ética, jurídica y política para convertirse en el elogio demagógico de una supuesta manera de ser de los argentinos. Véase como el mecanismo de ese sofisma se vale de las mismas palabras: como somos derechos y humanos, nadie puede pretender que hemos violado los derechos humanos. Y todo el mundo puede irse a la cama en paz [...] Y así podíamos seguir pasando revista al doble juego de escamoteos y de tergiversaciones verbales que. como se puede comprobar cien veces, golpea a las puertas de nuestro propio discurso político con las armas de la televisión, de la prensa y del cine, para ir generando una confusión mental progresiva, un desgaste de valores, una lenta enfermedad del habla, una fatiga contra la que no siempre luchamos como deberíamos hacerlo. ¿Pero en qué consiste ese deber? Detrás de cada palabra está presente el hombre como historia y como conciencia, y es en la naturaleza del hombre donde se hace necesario ahondar a la hora de asumir, de exponer y de defender nuestra concepción de la democracia y de la justicia social. Ese hombre que pronuncia tales palabras, ¿está bien seguro de que cuando habla de democracia abarca el conjunto de sus semejantes sin la menor restricción de tipo étnico, religioso o idiomático? Ese hombre que habla de libertad, ¿está seguro de que en su vida privada, en el terreno del matrimonio, de la sexualidad, de la paternidad o la maternidad, está dispuesto a vivir sin privilegios atávicos [...]? Ese hombre que habla de derechos humanos, ¿está seguro de que sus derechos no benefician cómodamente de una cierta situación social o económica frente a otros hombres que carecen de los medios o la educación necesarios para tener conciencia de ellos y hacerlos valer? Es tiempo de decirlo: las hermosas palabras de nuestra lucha ideológica y política no se enferman y se fatigan por sí mismas, sino por el mal uso que les dan nuestros enemigos y que en muchas circunstancias les damos nosotros. Una crítica profunda de nuestra naturaleza, de nuestra manera de pensar, de sentir y de vivir, es la única posibilidad que tenemos de devolverle al habla su sentido más alto, limpiar esas palabras que tanto usamos sin acaso vivirlas desde adentro, sin practicarlas auténticamente desde adentro, sin ser responsables de cada una de ellas desde lo más hondo de nuestro ser. Sólo así esos términos alcanzarán la fuerza que exigimos en ellos, sólo así serán nuestros y solamente nuestros. La tecnología le ha dado al hombre máquinas que lavan las ropas y la vajilla, que le devuelven el brillo y la pureza para su mejor uso. Es hora de pensar que cada uno de nosotros tiene una máquina mental de lavar, y que esa máquina es su inteligencia y su conciencia; con ella podemos y debemos lavar nuestro lenguaje político de tantas adherencias que lo debilitan. Sólo así lograremos que el futuro responda a nuestra esperanza y a nuestra acción, porque la historia es el hombre y se hace a su imagen y a su palabra."
8 comentarios:
Si necesitabas explicarte ante alguien, no podías elegir mejor manera de hacerlo.
Cada vez que leo a Cortázar me pregunto si llegará la ocasión en que me enfrente a alguno de sus escritos sin que se me erice el alma. De momento es imposible, y espero que siempre siga siendo así, porque él mantiene vivo en mí ese cosquilleo de las primeras veces. Él es mi pozo inagotable de todas las primeras veces.
Y a ti, ¿qué puedo decirte? Que no me gustan la agresividad ni los discursos encendidos, por muy vehemente que yo misma pueda ser, por mucha pasión que le ponga a cada empresa en la que me embarco.
Yo te felicito por el cambio.
Besos bacanalescos.
Entiendo lo que dices. Esa forma de hechizar las palabras que tenía cortazar... Igual hablando que con la palabra escrita. Hace poco tuve ocasión de ver una entrevista suya: era inteligencia pura, magia pura.
Ella, el furibundo Peter quedó atrás, prueba superada, y ha dado paso a un nuevo estadio existencial: suma y sigue, espero...
"Obras son amores, y no buenas razones", que dice la sabiduría popular. Por tanto, enhorabuena por ese cambio, máxime si a tí te satisface.
Peeeeerooo...;), sin un "pero", no me quedaría yo a gusto. Genial la conferencia de Cortázar, siempre mago de las palabras. Aunque creo que peca de lo mismo que denuncia; siento decir que me faltan ejemplos para sentir una objetividad plena (por otro lado, imposible de conseguir, somos humanos...). Me falta la manipulación de Castro, o de Lenin, o de Chávez. Sin ejemplos de ambos lados, el mapa no es completo.
¡Buen finde!
¿Objetividad? Claro que no es objetivo, no puede serlo, tal cosa no se no se la deseo a nadie, además. Alguien puede pretender ser objetivo, se me ocurre, cuando trata de hacer un análisis de un elemento aislado de su contexto. Por ejemplo, si el propósito de Cortazar hubiera sido hacer un estudio desapasionado acerca de la manipulación del lenguaje en la política.
Inspirado en un sentimiento que quiero imaginar similar al de Cortazar en este texto, mi reto es renunciar al eslogan arrojadizo y a unas palabras desvirtuadas por su mal uso. Pero no se trata de haber perdido unos ideales y valores, sino de encontrar nuevas fórmulas conque comprenderlos y defenderlos. Esas nuevas fórmulas deben ser más acordes con la complejidad psicológica y contradictoria del ser humano, eso sí. Hablo de tener en cuenta al hombre con sus contradicciones, deseos, pulsiones, etc. Cortazar en este texto no elige denunciar sino a quienes considera, más allá de proxenetas del lenguaje y manipuladores en provecho propio, los grandes enemigos de esos valores que él trata de defender, lo que me parece clave. El punto fuerte está en la defensa de unos valores superiores a cualquier forma de organización humana. No denuncia el maltrato del lenguaje en términos generales, sino el propósito de vaciar de contenido unos valores que son esenciales para que se dé, de forma indiscriminada, una existencia justa, en la media de lo que es posible para el ser humano. Por esto es por lo que no veo necesario un mapa completo, pues está más allá de su propósito.
Por supuesto, doy cabida a cuestionar y también denunciar, si acaso es de eso de lo que se trata, a quienes hayan equivocado torticeramente el método y también el sentido de sus acciones políticas; pero no era el caso, creo. Muchas veces esa inclusión de todos los actores forma una cortina de humo sobre lo verdaderamente importante y preocupante
¿Qué opinas?
David
Supongo que el lenguaje nos da también la maravillosa posibilidad de interpretarlo. Y es evidente que donde yo he visto una denuncia sobre su manipulación en general, tú encuentras la defensa de unos valores concretos, y por ende, la crítica en exclusiva al lenguaje que se opone a esos valores. Por tanto, está claro que yo he comprendido mal; creía por tu entrada inicial que tu reto era "renunciar al eslogan arrojadizo y a unas palabras desvirtuadas por su mal uso”, y que te estabas refiriendo a cuando se utiliza un lenguaje prostituido en la defensa de tus ideales o valores. Pero luego el artículo de Cortázar critica el mal uso de ese lenguaje, pero al revés, refiriéndose sólo al uso del lenguaje cuando va en contra de los anteriores valores. Voy a ser muy simplista, y me vas a perdonar por ello, pero me ha sonado a “voy a entonar un mea culpa por la manipulación del lenguaje por parte de los que defienden mis valores, pero voy a poner como ejemplo un texto en el que se critica el mal uso de ese lenguaje por parte de los que se oponen a mis valores”.
Por eso, y basándome en tu texto inicial, yo he pedido denuncia y crítica para los discursos deformados de ambos bandos. Si ese no era el fin ni de tus palabras ni de las de Cortázar, me toca reconocer mi mala interpretación de unas y de otras. Pero aprovecho para retomar otro punto: yo no creo que la objetividad sea totalmente posible, pero desde luego sí me parece que es una “virtud” a alcanzar. Y para que un lector pueda mostrarse objetivo necesita tener una información completa, ya sea proporcionada por el escritor, o adquirida por sus propios medios. Opino que si a una obra de teatro le quitas parte de los actores, es imposible comprender lo que el autor quiso transmitir. Si no soy objetiva, me costará asumir, o aceptar, o admitir, o al menos escuchar, las opiniones de los demás, aunque yo mantenga la mía. Para ser justa, tengo que conocer a todos los actores, todos los diálogos, todas las opiniones. Tengo que tratar por igual todas las versiones, y si no tengo la oportunidad de ver o leer la obra completa, y recibo un resumen de la misma, escrito por un defensor, tendré que buscar otro, redactado por un detractor. Hablas de la objetividad como cualidad deseable cuando se trata “de hacer un análisis de un elemento aislado de su contexto”, pero luego dices que en el caso que estamos considerando, “la inclusión de todos los actores forma una cortina de humo”. Al excluir parte de los actores, creo que has transformado la discusión en un “elemento aislado de su contexto”.
Bueno, pues esa es mi opinión ;)
Que pases una buena semana
María
Siento seguir aún en desacuerdo contigo sobre algunos puntos, Marsu.
Lo primero y menos importante: el lenguaje, más que ofrecernos una posibilidad maravillosa de interpretarlo, nos condena a no entendernos del todo jamás, con sus significantes infinitos.
Lo importante: no creo en la objetividad como panacea. Sí estoy de acuerdo, en cambio, en la necesidad de escuchar todos los argumentos, de ponerse en la piel de cada uno para empatizar con sus deseos y miedos, de conocer las distintas idiosincrasias y, por ello, de relativizar cualquier postura que, por fuerza ha de ser temporal e incompleta. No me cierro a los otros, ni me encastillo en posturas recalcitrantes. Pero entiendo que entre esto y la objetividad se extiende un abismo. Existen ideas y existen creencias, que decía Ortega y Gasset: las ideas se tienen y en las creencias se está. Sin llegar a aspectos tan puristas e inmanejables, puedo decir que considero necesaria la observancia de todas las posturas, pero no por ello renuncio a hacerlo desde mi subjetividad. Es decir, ya en términos más prácticos, no puede tener para mí el mismo valor una postura que anteponga la consecución de los intereses económicos de un número por fuerza reducido de ciudadanos a, por ejemplo, la dignidad de las personas todas. Esto independientemente de que trate de comprender con el mayor de los respetos del que soy capaz, las motivaciones de unos y otros. Hay una serie de valores que se deben considerar inherentes al ser humano y que deben configurar un conjunto de derechos irrenunciables en toda sociedad. Nadie puede considerar esta afirmación extremista –espero– pues es algo que cualquier democracia está obligada a reconocer, al menos sobre el papel. Como por ejemplo la constitución de este país incluye unos derechos fundamentales en sus artículos 14 a 30.1. De acuerdo con todo lo anterior, creo que esa costumbre hoy extendida de exigir la objetividad en todo responde a una intencionalidad muy distinta a la que proclama. Me refiero a la pretensión de hacer tabla rasa con todas las posturas políticas, y hablo de posturas, ni siquiera de partidos ni mucho menos de ideologías. La política ni es un juego ni un mal necesario, es la pura esencia de la convivencia y la organización de los grupos humanos. Sin embargo, la imagen que se ha creado de la política es la de algo ajeno a las necesidades y preocupaciones del hombre medio quien, si trabaja y cumple con sus deberes y obligaciones de ciudadano, no de la política más que como adhesión a uno u otro partido en función de ciertos intereses prácticos y cotidianos. Así se crea un escenario político uniforme y con escasos matices en el que, ahora sí, cabría la objetividad. Es decir, en términos generales considero las reclamaciones de objetividad como una forma tapar las verdaderas diferencias y anular cualquier propósito de devolverlas a la vida. Por lo tanto, cualquier análisis de una situación político-social y económica debe estar basada en la subjetividad.
En el discurso de Cortazar, concretamente, no veo necesaria la inclusión de otros actores, si bien todo lo contrario. Es una denuncia, es opinión, es subjetivo.
¿Cuál ha sido mi reto entonces?
Como más o menos he dicho, renunciar a un eslogan y a una ristra de palabras que no provocan más que el rechazo, muchas veces incluso entre aquellos que podrían estar perfectamente de acuerdo con su significado real, pero que las asocian todas con el estalinismo.
Renunciar a la táctica del ataque ciego. Mi anhelo es llegar al fondo de las cuestiones, allí donde la mayor parte de nosotros podemos encontrar pasiones semejantes que nos unan, más que separarnos.
Comprender, aprender, escuchar.
Renunciar al aislamiento autodestructivo.
Crecer.
Estoy seguro de que llegaremos a un punto de entendimiento mutuo
;)
Buena semana a ti también,
David
Si algo tengo claro es que, mientras podamos debatir y confrontar posturas, con educación y "buena letra", tenemos ese punto de entendimiento y esa base de pasiones comunes. Si no hubiera discrepancias, ¡qué aburrimiento!
Y para no aburrirnos...yo sigo defendiendo la objetividad, la posibilidad de contemplar todos los escenarios y elegir sin presiones, pero con información. Si me dejo llevar por la subjetividad, no puedo ponerme en la piel de los demás; creo que necesito salir de mí para entrar en otros. Pero es una postura muy personal; "ca uno es ca uno, y tiene sus caunadas..."
Un saludo
Bueno, sólo una cosa más. Creo que cuando uno trata de meterse en la piel del otro no es objetivo, sino que adopta la subjetividad del otro para comprender sus posturas. No sé a ti, pero a mí esta charla me ha resultado muy constructiva. Gracias por tu paciencia. Espero que tengamos muchas más oportunidades para observar la realidad desde puntos de vista distintos, objetivos y subjetivos.
Un saludo,
David
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