Los libros como experiencia vital
Extracto del prefacio de Henry Miller en “Los libros de mi vida”:
Uno de los resultados de este examen de conciencia (...) es la confirmada creencia de que se debe leer menos y menos, y no más y más. (...) no he leído ni remotamente tanto como el catedrático, la rata de biblioteca o siquiera el hombre -bien educado-, pero no cabe duda de que he leído un centenar de veces más de lo que debí haber leído para mi propio bien. Dícese que sólo uno de cada cinco norteamericanos lee libros pero hasta este pequeño número de lectores es exagerado. Escasamente habrá alguno de ellos que viva con sabiduría o plenitud.
Siempre hay libros auténticamente revolucionarios, o sea inspirados e inspiradores. Son pocos y muy escasos, por supuesto. Puede considerarse afortunado quien encuentre un puñado de ellos en toda su vida. Además, estos no son los libros que se dirigen al público general. Son los depósitos ocultos que alimentan a los hombres de menor talento que saben atraer al hombre de la calle. El vasto cúmulo de la literatura, en todos los dominios, está compuesto por ideas prestadas. La interrogante —nunca resuelta, por desgracia— consiste en saber hasta qué punto sería eficaz restringir la enorme oferta de lectura barata. Pero hay una cosa de la cual no cabe duda en la actualidad: decididamente los analfabetos no son los menos inteligentes entre nosotros.
Sea conocimiento o sabiduría lo que se busca, conviene dirigirse directamente a la fuente de origen. Y esa fuente no es el catedrático, ni el filósofo, ni el preceptor, el santo o el maestro, sino la vida misma: la experiencia directa de la vida. Lo mismo reza para el arte. También aquí podemos prescindir de los maestros. Al decir vida, pienso en un tipo de vida que no es la que conocemos hoy. Pienso en eso de que habla D. H. Lawrence en Etruscan Places. O bien en lo que refiere Henry Adams cuando la Virgen reinaba soberana en Chartres.
En esta era, en la que se cree que todo tiene su atajo, la gran lección que debemos aprender es que el camino más difícil es a la larga el más fácil. Todo lo que está en los libros, todo lo que parece terriblemente vital e importante, no es sino un ápice de aquello que le ha dado origen y que está dentro del alcance de todos aprovechar. Nuestra teoría de la educación se basa íntegramente en la absurda noción de que debemos aprender a nadar en tierra antes de lanzarnos al agua. Esto se aplica tanto a la adquisición de las artes como a la búsqueda del conocimiento. Todavía se enseña a los hombres a crear estudiando las obras de otros hombres o trazando planes y bocetos que nunca se pensó materializar. El arte de escribir se enseña en el aula y no en la espesura de la vida. Todavía se entregan a los estudiantes modelos que presuntamente concuerdan con todos los tipos de temperamento y con todos los tipos de inteligencia. No nos extrañe, entonces, que produzcamos mejores ingenieros que escritores, mejores expertos industriales que pintores.
Considero en gran medida mis encuentros con los libros, algo así como mis encuentros con otros fenómenos de la vida o el pensamiento. Todos mis encuentros están configurados y no aislados. En este sentido, y en este sentido solamente, los libros son parte tan integrante de mi vida como los árboles, las estrellas o el estiércol. No reverencio los libros por los libros mismos. No coloco a los escritores en ninguna categoría especial ni privilegiada. Son como los demás hombres, ni mejores ni peores. Explotan los dones que se les han dado, así como lo hacen todos los demás tipos de seres humanos. Si los defiendo de vez en cuando —como clase— es porque creo que, por lo menos en nuestra sociedad, nunca han alcanzado la jerarquía y la consideración que merecen. Los grandes, en especial, casi siempre han sido tratados como chivos expiatorios.
Verme a mí mismo como el lector que fui otrora, es como ver a un hombre abriéndose paso a brazo partido en la selva. No cabe duda que viviendo en el corazón de la selva aprendí algunas cosas sobre ella, pero nunca tuve la intención de vivir en la selva, sino de ir a ella. Abrigo el firme convencimiento de que no hace falta habitar primero esta selva de libros. La vida misma ya es bastante selva, una selva muy real y muy instructiva, por decir poco. Sin embargo, preguntará usted, ¿los libros no pueden servir de ayuda, de guía en nuestra lucha a través de la espesura? -N'ira pas loin —dijo Napoleón— celui qui sait d'avance oú il veut aller.-
(...)
Hay escritores (...) que nos enriquecen y hay escritores que nos empobrecen. No obstante, mientras tanto se está desarrollando algo más importante. Mientras tanto, enriquezcamos o empobrezcamos, quienes escribimos, los escritores, los hombres de letras, los que garabateamos, somos sostenidos, protegidos, mantenidos, enriquecidos y dotados por una vasta horda de individuos desconocidos, los hombres y mujeres que ven y oran, por así decirlo, para que revelemos la verdad que hay en nosotros. Nadie sabe lo vasta que es esta multitud. Ningún artista ha llegado jamás a toda la gran masa doliente de la humanidad. Nadamos en la misma corriente, bebemos de la misma fuente, pero sin embargo, ¿cuántas veces o con que profundidad tenemos noción nosotros, los que escribimos, de la necesidad común? Si escribir libros es restituir lo que nos hemos llevado del granero de la vida, de los hermanos y hermanas desconocidos, entonces digo
Uno de los resultados de este examen de conciencia (...) es la confirmada creencia de que se debe leer menos y menos, y no más y más. (...) no he leído ni remotamente tanto como el catedrático, la rata de biblioteca o siquiera el hombre -bien educado-, pero no cabe duda de que he leído un centenar de veces más de lo que debí haber leído para mi propio bien. Dícese que sólo uno de cada cinco norteamericanos lee libros pero hasta este pequeño número de lectores es exagerado. Escasamente habrá alguno de ellos que viva con sabiduría o plenitud.
Siempre hay libros auténticamente revolucionarios, o sea inspirados e inspiradores. Son pocos y muy escasos, por supuesto. Puede considerarse afortunado quien encuentre un puñado de ellos en toda su vida. Además, estos no son los libros que se dirigen al público general. Son los depósitos ocultos que alimentan a los hombres de menor talento que saben atraer al hombre de la calle. El vasto cúmulo de la literatura, en todos los dominios, está compuesto por ideas prestadas. La interrogante —nunca resuelta, por desgracia— consiste en saber hasta qué punto sería eficaz restringir la enorme oferta de lectura barata. Pero hay una cosa de la cual no cabe duda en la actualidad: decididamente los analfabetos no son los menos inteligentes entre nosotros.
Sea conocimiento o sabiduría lo que se busca, conviene dirigirse directamente a la fuente de origen. Y esa fuente no es el catedrático, ni el filósofo, ni el preceptor, el santo o el maestro, sino la vida misma: la experiencia directa de la vida. Lo mismo reza para el arte. También aquí podemos prescindir de los maestros. Al decir vida, pienso en un tipo de vida que no es la que conocemos hoy. Pienso en eso de que habla D. H. Lawrence en Etruscan Places. O bien en lo que refiere Henry Adams cuando la Virgen reinaba soberana en Chartres.
En esta era, en la que se cree que todo tiene su atajo, la gran lección que debemos aprender es que el camino más difícil es a la larga el más fácil. Todo lo que está en los libros, todo lo que parece terriblemente vital e importante, no es sino un ápice de aquello que le ha dado origen y que está dentro del alcance de todos aprovechar. Nuestra teoría de la educación se basa íntegramente en la absurda noción de que debemos aprender a nadar en tierra antes de lanzarnos al agua. Esto se aplica tanto a la adquisición de las artes como a la búsqueda del conocimiento. Todavía se enseña a los hombres a crear estudiando las obras de otros hombres o trazando planes y bocetos que nunca se pensó materializar. El arte de escribir se enseña en el aula y no en la espesura de la vida. Todavía se entregan a los estudiantes modelos que presuntamente concuerdan con todos los tipos de temperamento y con todos los tipos de inteligencia. No nos extrañe, entonces, que produzcamos mejores ingenieros que escritores, mejores expertos industriales que pintores.
Considero en gran medida mis encuentros con los libros, algo así como mis encuentros con otros fenómenos de la vida o el pensamiento. Todos mis encuentros están configurados y no aislados. En este sentido, y en este sentido solamente, los libros son parte tan integrante de mi vida como los árboles, las estrellas o el estiércol. No reverencio los libros por los libros mismos. No coloco a los escritores en ninguna categoría especial ni privilegiada. Son como los demás hombres, ni mejores ni peores. Explotan los dones que se les han dado, así como lo hacen todos los demás tipos de seres humanos. Si los defiendo de vez en cuando —como clase— es porque creo que, por lo menos en nuestra sociedad, nunca han alcanzado la jerarquía y la consideración que merecen. Los grandes, en especial, casi siempre han sido tratados como chivos expiatorios.
Verme a mí mismo como el lector que fui otrora, es como ver a un hombre abriéndose paso a brazo partido en la selva. No cabe duda que viviendo en el corazón de la selva aprendí algunas cosas sobre ella, pero nunca tuve la intención de vivir en la selva, sino de ir a ella. Abrigo el firme convencimiento de que no hace falta habitar primero esta selva de libros. La vida misma ya es bastante selva, una selva muy real y muy instructiva, por decir poco. Sin embargo, preguntará usted, ¿los libros no pueden servir de ayuda, de guía en nuestra lucha a través de la espesura? -N'ira pas loin —dijo Napoleón— celui qui sait d'avance oú il veut aller.-
(...)
Hay escritores (...) que nos enriquecen y hay escritores que nos empobrecen. No obstante, mientras tanto se está desarrollando algo más importante. Mientras tanto, enriquezcamos o empobrezcamos, quienes escribimos, los escritores, los hombres de letras, los que garabateamos, somos sostenidos, protegidos, mantenidos, enriquecidos y dotados por una vasta horda de individuos desconocidos, los hombres y mujeres que ven y oran, por así decirlo, para que revelemos la verdad que hay en nosotros. Nadie sabe lo vasta que es esta multitud. Ningún artista ha llegado jamás a toda la gran masa doliente de la humanidad. Nadamos en la misma corriente, bebemos de la misma fuente, pero sin embargo, ¿cuántas veces o con que profundidad tenemos noción nosotros, los que escribimos, de la necesidad común? Si escribir libros es restituir lo que nos hemos llevado del granero de la vida, de los hermanos y hermanas desconocidos, entonces digo
-¡Que haya más libros!-
8 comentarios:
¿Has leído el artículo de Javier Marías el pasado domingo? Hablaba de la curiosa perceción qe tenemos de nuestras lecturas, las que nos marcas, como escritas para nosotros solos. Este post parece escrito para mí. Y aquí se me plantean varias cuestiones: ¿es tan malo ser un ratón de biblioteca? ¿Si mi creación surje de la soledad y no de la vida es menos digna de llamarse literatura? ¿He de sentirme culpable por ver mi vida gastarse mientras los demás la viven? O simplemnete serán preguntas de treinteañera en crisis.
Kandela,
La verdad es que no leí el artículo, pues como diría Miller: pasé el domingo aprendiendo de la vida directamente, sin intermediarios (es decir, de picos pardos). Pero creo poder hacerme una idea de lo que me dices. Supongo que todo lector se ha dado cuenta alguna vez del escaso control que puede ejercer sobre la manera en que le impacta aquello que lee. Y es que parece haber algo así como instancias del sujeto, del subconsciente, que se nos despiertan durante un tiempo -para dominar la forma en que interpretamos la supuesta realidad-; mientras que otras parecen entonces adormecidas, a la espera de que les toque el turno –o no-, de que una palabra clave, un olor, la textura de una hoja o lo resbaladizo de una mierda bajo la suela del zapato (la magdalena de Proust, por ejemplo), las llame a filas. Por eso, entiendo, a veces algunos textos nos marcan, o simplemente nos llaman la atención –para bien o para mal, no importa-, en momentos determinados de nuestra existencia. Algo así es lo que me ha podido pasar a mí también con este prefacio de Miller, y no porque esté de acuerdo completamente con lo que dice –que no lo estoy-, sino porque entiendo –al menos me lo parece a mí ahora- por qué lo dice. Las respuestas a las cuestiones metafísicas no están en los libros. En términos absolutos poco se podrá aprender de ellos sobre el sentido de la vida, la esencia del ser o el trasfondo del espíritu humano. Las respuestas a estas cuestiones, en caso de existir, son tan imposibles de aprehender que llevamos desde Parménides intentando teorizar sobre ellas con escaso –pero muy celebrado- éxito, para consuelo/desconsuelo de los filósofos aún por venir. De hecho, uno de los rasgos esenciales de la filosofía es la isolubilidad de los problemas metafísicos, pues requieren siempre respuestas nuevas. La filosofía, en fin, estudia aquellas cuestiones que no pueden resolverse totalmente.
Quizá Miller se diera cuenta de que, a pesar de las horas que había dedicado a desbrazar la espesura de la selva de libros en la que se hallaba, las respuestas no estaban allí, y posiblemente no se encontraba mucho más cerca de ellas que cualquier analfabeto. Entonces parece que se vuelve hacía la pura existencia, el aquí y ahora, la vida, como si en ese terreno creciera algo distinto a la experiencia de los hombres. ¿Pero qué hay en la literatura si no es la propia experiencia de los hombres, de los escritores en última instancia? Estoy muy de acuerdo, sin embargo, en que muchos, muchísimos libros son prescindibles, pues la palabra no es mejor por estar escrita. “Todo lo que está en los libros –dice Miller-, todo lo que parece terriblemente vital e importante, no es sino un ápice de aquello que le ha dado origen y que está dentro del alcance de todos aprovechar”. Bueno, potencialmente está al alcance de todos, pero no es como agacharse a beber agua de un manantial.
Encerrarse en los libros es igualmente una forma de vivir y una forma de morir en vida, todo en uno. Quizá no todo haya de ser encontrar respuestas, sino a veces consuelo. No me atrevería a decir que es peor imaginarse una vida desde el interior de un libro, de una biblioteca, que tener la ilusión de estar viviendo a pie de calle.
En cualquier caso no me acerco a los libros buscando respuesta de aquellos que andan tan desorientados como yo. Ni siquiera me planteo la escritura como solución, sino como una forma de seguir planteando preguntas, sin respuestas en muchos de los casos. Y siento discrepar con Miller: la vida tampoco da respuesta a nada, puesto que nuestro conocimiento del mundo y el conocimiento de aquellos que me rodean son limitados. Por lo menos yo no entiendo nada de nada, ni tan siquiera qué es lo que me lleva a encerrarme en mi habitación. Sería demasiado llamarlo consuelo, puesto que prefiero las lecturas que me inquietan, que me dejan insomne, que me perturban ferozmente.
Bueno, a priori yo tampoco busco en los libros el consuelo, entendido como el efecto que se espera, por ejemplo, de una conversación animosa, de una botella de ginebra o unas vacaciones en la Patagonia; sino más bien una especie de goce –del tipo lacaniano, que encuentra algo cercano al placer en la propia mortificación y angustia- precisamente en aquello que me perturba y me inquieta, como tú has dicho, Kandela. Para mí eso es una forma de consuelo. Estoy de acuerdo contigo en que la vida tampoco da respuesta a nada. Sí concibo, sin embargo, que en la propia vida estén todas las respuestas, es decir, no creo en la existencia de un orden superior que gobierne el universo; pero no considero que el ser humano esté a la altura de descifrar las claves caóticas de la existencia. Quizá nunca lo esté. Me parece más bien que en la vida nos encontramos en eso que se llama –con algo de acierto- un mar infinito de dudas, de incógnitas que son difíciles hasta de formular, de enunciar, mientras que en la literatura, en los ensayos de filosofía, psicología, antropología, etc., lo que encontramos es un mar finito, aprehensible y humanizado de dudas, lo cual es en sí mismo un pequeño consuelo. Al menos en mi caso, cuando me encierro por épocas en la lectura busco en cierta medida una identificación con las preguntas –no con las respuestas, que en eso ya nos hemos puesto de acuerdo en que es imposible- que otros se formulan. Busco porque entiendo que lo que anhelo es si quiera vislumbrar un chispazo de certidumbre. Eso es lo que encuentro en los libros, chispazos en la oscuridad, que te dejan ver por un instante que hay más realidad de la que palpas. Y eso engancha. Eso es para mí un consuelo, saber que mi angustia no es simple locura, que las preguntas/respuestas no tienen que ver tanto con la inteligencia y la razón, pues se formulan teorías complicadísimas de entender, para tratar de llegar a la raíz de la desesperanza, sin que eso ayude en lo más mínimo a superarla.
Donde yo encuentro identificación con lo que dice Miller es en mi interpretación de los motivos por los que arremete un poco contra la obsesión por la lectura. Me parece que lo hace como revulsivo contra lo que ha practicado quizá demasiado tiempo. Creo que él se da cuenta de que el ser humano es existencia pura, que es inseparable de la realidad física que lo rodea, que el equilibrio –no ya la solución- es más fácil de encontrar con la combinación de lecturas y experiencias. Todas las teorías son incompletas, así como todas las experiencias son incomprensibles por sí solas, pero una buena combinación de lecturas y vida –interactuando con otros seres humanos, con el entorno físico, las cuestiones físicas y en ocasiones también superficiales- es lo más a lo que se puede aspirar. Encerrarse sólo en la lectura es renunciar al manejo de preguntas/respuestas en el plano de la existencia. No me pasa desapercibido, sin embargo, que Miller llega a esta conclusión después no ya de cientos de lecturas, sino de miles. Algunas de esas lecturas quizá fueron prescindibles, pero también hay que conocer el error para saber discriminar y rechazar aquello que no nos cala.
Cuando me he encerrado de forma hermética en la literatura, en le creación de otras vidas ficticias, lo creído una especie de salvavidas de mi angustia, de mi imposibilidad de enfrentarme a la amenaza de la vida, pero si uno lleva siempre puesto el salvavidas corre el riesgo de que se le olvide nadar.
Un abrazo,
David
Hola, David. He descubierto tu blog gracias a los comentarios que has dejado en las bitácoras de Sergi y Juan Carlos. Me parece un gran hallazgo. Volveré.
Besos orgiásticos.
Vaya, David, veo que tampoco escatimas ni un gramo de ilusión, tiempo y ganas a la hora de contestar los comentarios y continuar con los flecos del debate. Me reconforta ver que no somos tan pocos ni tan locos los que volcamos este empeño para compartirlo.
Y ahora ciñéndome al tema (si es que uno puede encasquetarse ese corsé, porque es un tema que sugiere mil bifurcaciones), durante mucho tiempo pensé que sólo los escritores que se zambullían en la vida podían emerger con una ficción honesta, que fuera más allá de la entelequia y los años de estudio. Después comencé a plantearme que no hacía falta cazar elefantes para escribir como Hemingway, ni enrolarse en un vapor para mirar el mundo con los ojos de Conrad, ni patearse París para tener tan pulida y limpia la pluma como Cortázar... pero, aunque trato de darle crédito a todas las opciones, al final siempre prefiero a esa gente con los pantalones perdidos de barro que la mejor y más erudita ficción borgiana.
Pero esto es sólo cuestión de afinidades. Creo que valen todos los caminos. Ahora bien, el de cada uno, la literatura que cada quien se atreva a crear, y la que, sobre todo, alcance a compartir, es absolutamente intransferible. Como me dijo una vez el insustituible Medardo Fraile, se puede aprender a escribir, pero no se puede aprender a mirar.
Un abrazo, sputnik
pd: qué bien que la gente que me gusta se vaya encontrando.
Hola Ella y su orgía,
Muchas gracias por tu visita y tu comentario amable. Espero que te sientas aquí como en tu casa. Hoy se me ha hecho tarde, pero prometo hacerte una visita mañana, y en profundidad.
Un beso,
David
Sergi, desde luego que es poco habitual mostrar suficiente interés por aquello que dicen los demás, pero si no aprovecháramos para disfrutar a fondo del intercambio de pareceres esto sería un monólogo aburridísimo ¿no crees? En general me siento muy identificado con quienes navegan de bitácora en bitácora como grandes buscadores, y creo, como tú, que se merecen –os merecéis- el máximo respeto, la dedicación y la consideración que han tenido conmigo al leer mis entradas. Yo hasta ahora, sin embargo, no he desarrollado la rapidez que otros tenéis a la hora de contestar, así que os pido un poco de paciencia. Gestiono mi tiempo fatal, me enredo en todos los hilos de todos los flecos que encuentro a mi paso, y al final siempre se me acumulan las buenas intenciones hasta llevarme a la extenuación. Eso sí, aplicarme mucho es lo menos que puedo hacer.
En otro orden de cosas, particularmente no creo que haya que vivir todo aquello sobre lo que se escribe, de otro modo el surrealismo realmente sería de locos... Sin embargo, sí considero imprescindible saber lo que es, por ejemplo, sufrir, para poder representar tanto el sufrimiento como el placer, haberse llenado alguna vez de maldad tanto como de ternura, de amor igual que de odio... A la hora de crear, un buen escritor puede imaginar situaciones, adivinar cómo se puede sentir un personaje a través de su propia subjetividad, empatizar con él, ponerse en su lugar, siempre y cuando tenga un cierto bagaje como ser humano y como ser social, un ser en contacto con el mundo físico, el de las cosas. Intuyo que, de no ser así, el escritor tenderá más a tratar de imitar lo que otros han dicho que se siente para cada situación que narre, es más probable que llene las páginas con tópico tras tópico, con sentimientos prestados. Claro que, el haber estado en contacto con el mundo, con la vida, no es suficiente para que uno sea buen escritor. Hay muchos otros elementos a tener en cuenta para evitar ser un Pérez Reverte, por poner un solo ejemplo. De esto mejor hablamos otro día...
“¿Si mi creación surge de la soledad y no de la vida es menos digna de llamarse literatura?” Se ha preguntado Kandela más arriba. Pues no lo creo. Poco me importa el proceso creativo cuando el resultado es una obra de arte.
Pero me parece que Miller se refería a otra cosa. Me temo que su conclusión trascendía el ámbito de la creación literaria. Y creo saberlo precisamente porque su libro ha llegado a mí en un momento en que me he reconocido conectado –de vuelta- con una realidad que antes observaba desde mi atalaya, sin mancharme las manos. Y no es que un libro –ni mil- me haya separado de esa realidad, sino que mi tendencia a racionalizar lo que veo, a darle un nombre a cada cosa, a aprehender lo inaprensible, me ha llevado más por los derroteros teóricos que por la simple observación y el empirismo. A mi entender, en el texto Miller ampara el equilibrio, denunciando la más que habitual usurpación de la propia experiencia por las ideas prestadas, en este caso impresas en los libros. Los libros como experiencia vital, dice Miller. De este modo entiendo que “se debe leer menos y menos, y no más y más”, como un consejo para seleccionar lo que se lee, lo esencial, lo imprescindible.
Los creyentes dicen que dios está en los detalles. Por ahí van los tiros: el ser humano se reconoce en los detalles, en las cosas que hace. De hecho, esto es lo que mostramos una y otra vez en la literatura: el detalle, lo particular, lo que está más pegado a este mundo que al de las ideas, que diría Platón.
Bueno, paro aquí, que me estoy enrrollando demasiado.
Un abrazo, sputnik
David
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