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La primera vez que oí y retuve en mi memoria el nombre de “Che” Guevara, el revolucionario ya había muerto (una década atrás, camino de dos), mientras que el mito no paraba de crecer. Creo que yo tenía entre seis y siete años, incluso podría decir que menos. “Che” Guevara ¿Quién era ese hombre misterioso cuyo apelativo tan sonoro yo era incapaz de transcribir (“Cheguevara”)? Fue, sin duda, su nombre lo que me cautivó en primer término.
Para entonces la figura del “Che” se había instalado en mi casa de forma permanente al menos como personaje histórico, a raíz, sobre todo, de una serie de artículos que mi abuelo escribiera en su día con motivo del asesinato del guerrillero. Mi abuelo ya entonces era corresponsal para América Latina del diario Pueblo, periódico en el que concurría lo que ha sido el cogollito de periodistas más o menos ilustre y laureado de los años ochenta y noventa. (En una de las últimas veces que mi abuelo me llevó a la redacción, por Navidad, época en la que él regresaba desde la otra orilla, fue cuando yo decidí que de mayor iba a ser periodista. Y luego resultó que no... En ese edificio de la calle Huertas había pasillos largos, ruido de teléfonos, un ascensor con puertas de reja y señores que me daban caramelos. Claro, confundí la realidad del periodismo...). Como digo, trasladado hasta Bolivia desde algún otro lugar del continente con la urgencia impuesta por la sed de noticias en primicia, varios artículos suyos ocuparon, día tras día, la portada del periódico bajo el título “Muerte y sepulcro del Che”. Esto fue en 1967, y yo aún no habia nacido. Aquellos artículos durmieron después durante varios años en una carpeta azul, junto con muchos otros, en el baúl de las-cosas-importantes-que-no-se-tiran-y-que-ya-tampoco-se-leen. Porque, siendo sincero, en mi casa lo importante no era el “Che”, sino mi abuelo y los méritos obtenidos por su labor periodística. De modo que, en gran medida, si se hablaba del “Che” era como de un actor secundario en la vida de mi abuelo. Desde entonces, aquel nombre, "Che" Guevara, y aquel final trágico sonaban como objeto periodístico de cuando en cuando en mi casa, en la de mis abuelos (cuando el abuelo ausente regresaba con aire de indiano, hasta que muriera en 1982), y en otros escenarios domésticos. Conversaciones de mayores que yo hacía como que no pero que sí escuchaba (“con este niño se puede hablar de todo, que no interrumpe ni luego dice nada por ahí”). En mi casa sonaba el nombre del "Che" siempre seguido del apellido Guevara. Siempre. Sonaba porque mi abuelo había escrito algo acerca de su muerte y eso era en sí mismo importante para mi familia. De modo que a veces se escuchaba: "Che" Guevara, y eso hacía que el nombre resultara tan familiar como el del tío Salvador o la abuela Anselma, a quienes tampoco había conocido. La familia se componía de algunos presentes y otros tantos ausentes, algo de lo que García Márquez no se hubiera extrañado.
En pocos años, lo que para mí aún era el misterio del “Che” y la Revolución había germinado en una curiosidad moderada. Antes de que aquellos artículos de mi abuelo cayeran en mis manos (tiempo después, como fruto de la casualidad, el aburrimiento y la curiosidad de un mes de agosto), de las respuestas imprecisas que recibí a mis preguntas de quién era el “Che” sólo me quede con “un guerrillero, hijo, un guerrillero”. Con esos ingredientes había nacido para mí un misterio rodeado de confusión. ¿Un guerrillero? ¿Qué era un guerrillero? ¿Era bueno o malo ser guerrillero? ¿Qué tenía que ver mi abuelo con un guerrillero? ¿Podía jugar a que yo era un guerrillero, o eso estaba mal?
La primera imagen que recuerdo haber visto del “Che”, sabiendo ya que se trataba del “Che” (la famosa fotografía de Alberto Korda no la asociaba aún con el personaje), fue la foto de su cadáver, un mes de agosto aburrido, a la hora de la siesta. Unos doce años tendría yo. Desde el campo entraba en el cuartillo de los trastos viejos el canto de las chicharras, el calor, la humedad. Había que retirar discos antiguos y tollas viejas para poder abrir el baúl. “Muerte y sepulcro del Che”, en letras rojas y grandes, y la foto de un hombre muerto, demacrado, que no me inspiraba miedo.
La lectura de aquellos artículos, casi incomprensibles aún, no fueron suficientes para satisfacer una curiosidad ya de cierto recorrido. Lo que leí acerca de él más tarde tampoco fue suficiente. Mal encauzado, llegué a conocer más detalles acerca de quién era el “Che” y lo que para el mundo representaba, como revolucionario, como loco incluso para algunos; pero mis sentimientos hacia él aún eran confusos, fruto todo de una mezcla de verdades y mentiras que se habían creado alrededor del mito, fruto también de una mezcla de verdades y mentiras que se habían creado alrededor del marxismo, del bloque soviético, del comunismo, de la Revolución Cubana. De hecho, no fue hasta que en un punto confluyeron esta curiosidad prematura, y un tanto pueril, con un conocimiento más profundo de lo “político” (para lo que fueron necesarios cinco años en la facultad de Ciencias Políticas y muchas lecturas, estudios y reflexiones posteriores), y un posicionamiento ideológico levantado no sólo desde el sentimiento, sino desde lo racional, que conocí más de cerca la biografía del “Che” y mi admiración por él llegó a lo que es hoy. De modo que, después de muchos años, los dos extremos se unieron y el círculo amoroso se cerró. Aquella curiosidad enigmática, nacida de una idea a medio camino entre el misterio y la casi familiaridad con el hombre (había estado allí desde el principio), se completó con el respeto y la admiración por el revolucionario.
Quizá por eso (por la ilusión de familiaridad, por la admiración y el respeto), muy por encima de las críticas que se pueden leer estos días a favor o en contra de la película
“Che, el Argentino”, de las opiniones dirigidas acerca de su simbología de ayer y de hoy, a mí me ha emocionado hasta lo indescriptible ver en una pantalla de cine una película que es, por lo pronto, bastante fiel a “Pasajes de la guerra revolucionaria”, libro que escribiera el propio Ernesto Guevara a propósito del tiempo pasado en la Sierra Maestra. La interpretación de Benicio del Toro, por otro lado, resulta muy creíble, no ya por el parecido físico entre ambos, sino por haber interiorizado al “Che”. Hay detalles que se echan de menos, algo comprensible en el ejercicio de síntesis necesario para abarcar todo el período que va desde el primer encuentro entre el “Che” y Fidel, en México, hasta la batalla de Santa Clara.
Podemos debatir sobre lo que no se ha dicho en la película, e incluso lo que para algunos se ha dicho de más. Podemos debatir sobre tantas cosas...
En cualquier caso, yo no hubiera pretendido hacer la película de otra forma.