Recargando la musa...

Holgazanear Mientras la Musa se Recarga
Por RICHAR FORD
En algún momento a mediados de Junio me senté a un ritual que, como cualquier otro, ha caracterizado mi vida de escritor: al final de un largo periodo en el que básicamente no hice nada que pudiera considerarse de provecho, regresé al trabajo. Es decir, comencé a escribir de nuevo.
No pretendo hacer que este acto parezca trascendental. No hubo redoble de tambores. La banda sonora no fue la música de 'Rocky'. No hubo banda sonora, sólo los silenciosos, casi imperceptibles cambios en las costumbres cotidianas de un hombre, desde un conjunto de hábitos íntimos, táctiles, a otros.
No más mañanas solitarias frente al televisor, no más desayunar fuera, no más conversaciones profundas al teléfono; tan sólo la típica sopa de cosas que me rondan la cabeza continuamente y que, de pronto, comienzan a reclamar un orden para componer una historia. Fue un poco como esos futuros reclutas de la Armada que se convierten en soldados al instante simplemente por encontrarse en la fila vestidos de paisano. E igual que con los reclutas, mi re-alistamiento a la escritura se acompañaba de un desagradable sentimiento de determinación.
Parar y luego volver a empezar es, por supuesto, lo que hacen todos los escritores. Es lo que hacemos cualquiera de nosotros: terminar algo, hacer un descanso, e ir a otra cosa. Con el tiempo esta repetición es uno de esos signos que nos llevan a decir que somos una cosa y no otra: auxiliar de enfermería, abogado, ladrón de coches, violonchelista: novelista.
Más que para la mayoría de mis colegas escritores, este ritual –parar y volver a empezar- siempre me ha parecido ser un postulado estético, puede que incluso moral. Muchos de mis conocidos, en cambio, simplemente no pueden esperar para seguir escribiendo, como si la naturaleza aborreciera un lápiz parado.
Un amigo (hasta que le eché la bronca) a menudo me llamaba a eso de la hora del cóctel sólo para decirme, ¿“Has escrito hoy?” Otros parecen contemplar la línea del horizonte ansiosos desde el interior de lo que sea que estén haciendo en ese momento, intentando, supongo, capturar un tímido destello de lo siguiente en lo que deberían sumirse. Para ellos la parada que precede el comienzo, el intervalo, es en el mejor de los casos un parpadeo innecesario en una vida dedicada a la constante observación. En el peor, provoca preocupación, incluso miedo.
“No estoy escribiendo”, me contó recientemente un íntimo amigo de Montana. “Es tan deprimente. Deambulo por la casa sin saber qué hacer. El mundo parece tan gris.”
Le aconsejé: “Prueba a encender la Tele. A mí siempre me funciona. Me olvido de todo lo relacionado con la escritura en el instante en que aparece 'Sports Center'.”
Y va en serio. En estos 30 años he puesto un riguroso empeño en pasar grandes épocas alejado de la escritura, tanto tiempo que a veces mi vida de escritor parece implicar más el no escribir que el escribir, un hecho que apruebo sin reservas.
Hay que admitir que en este lapso de tiempo sólo he escrito siete libros, y sobre estos siete no ha habido una aclamación unánime de la crítica. E indudablemente algún sabelotodo argumentará que si hubiera escrito más, si hubiera estado más obsesionado, si me hubiera presionado con mayor dureza, si hubiera sudado más tinta y parado menos, sería mejor escritor de lo que soy.
Pero nunca imaginé que estuviera en este oficio por batir el récord de velocidad del escritor, o para ganar grandes cifras (salvo, espero, grandes cifras de lectores). En cualquier caso, Si hubiera escrito más y parado menos, no sólo me habría vuelto loco del todo, sino que casi con certeza hubiera resultado incluso menos hábil escribiendo historias de lo que ahora soy. En fin, lo que yo haga es mi problema. En definitiva, hay ciertas cosas acerca de nosotros mismos que conocemos mejor que nadie.
La mayoría de los escritores escriben demasiado. Algunos escriben más que demasiado, valorándose por la calidad de su obra acumulada. Nunca pensé en mí mismo como un hombre forzado a escribir. Simplemente elijo hacerlo, a menudo cuando no se me tienta a hacer cualquier otra cosa; o cuando me aborda un sentimiento tétrico de inutilidad, cuando no me hallo y tengo algo de tiempo en mis manos, como cuando se acaba el ‘World Series’.
Diría que solamente en este estado de reposo galvánico estoy preparado para abordar los grandes temas que la literatura reclama: las afinidades entre la dicha y el infortunio, etc. Llámalo mi versión de la inspiración, aunque es muy posible que mi seguimiento de este protocolo incluso me impulse a escribir demasiado. Es difícil escribir tan sólo lo justo.
Obviamente, muchos escritores escriben por motivos distintos al deseo de crear buena literatura para el beneficio de los demás. Escriben (con angustia) para “expresarse”. Escriben para dar un orden, o escapar, a sus interminables días. Escriben por dinero, o por que son obsesivos. Escriben como un grito de socorro, o como un acto de venganza familiar. Bla, bla, bla. Hay un montón de razones para escribir mucho. A veces la cosa sale más o menos bien.
Quizá esta actitud mía aparentemente relajada proviene de haber tenido unos padres de clase obrera que se esclavizaron para que yo pudiera tener una vida mejor que la suya –sin tener que trabajar tan duro- y mi vida sea un tributo a su éxito. Pero sea cual fuere el motivo –perder el tiempo con cualquier otra actividad, como conducir desde New Jersey hasta Memphis, y de ahí a Maine, tan sólo para comprar un coche usado, tal y como hice el mes pasado-, la vida para mí está mucho antes que la escritura; teniendo en cuenta que escribir, al menos si se hace en una proporción espantosa, se parece mucho a trabajar duro. Sé que mi madre y mi padre me apoyarían en esto totalmente.
No es, me apresuro a decir, que escribir resulte siempre algo tan arduo. Desconfía de los escritores que te cuentan lo duro que trabajan. (Desconfía de cualquiera que intente contarte eso). Efectivamente escribir es algo oscuro y solitario, pero realmente nadie tiene por qué hacerlo.
Sí, escribir puede ser complicado, agotador, solitario, enajenante, pesado, fugazmente estimulante; Se puede conseguir que sea penoso y desmoralizante. Y ocasionalmente puede recompensar. Pero nunca es tan duro como, digamos, aterrizar un L-1011 en O’Hare[1] en una nevada nocturna de enero, o llevar a cabo una operación de cerebro cuando tienes que pasar 10 horas de pie, y una vez que empiezas no puedes acabar sin más. Si eres escritor, puedes parar donde quieras, en cualquier momento, y a nadie le importará ni lo sabrá nunca. Es más, los resultados pueden ser mejores si lo haces.
Para mí los beneficios de tomarme un tiempo de descanso entre grandes proyectos de escritura –novelas, digamos- son múltiples y manifiestos. Sobre todo, consigues colocar primero lo vivido. V.S. Prichett escribió una vez que un escritor es una persona que observa la vida desde el otro lado de la frontera. El arte en definitiva (incluso la escritura) está siempre subordinada a la vida, siempre tras ella. Y la vida –ese múltiple, multidimensional tren de mercancías de pensamientos y sensaciones en colisión, que experimentas lejos de tu escritorio, cuando bajas por la calle 56 o conduces camino de Memphis- puede ser muy vigorizante (si lo puedes soportar) además de útil para llenar ese “pozo de la meditación inconsciente”[2], del que Henry James pensó que contribuía a la habilidad de un escritor para conectar, de hecho, la dicha y el infortunio.
El tiempo perdido incluso puede parecer simplemente una buena recompensa por el duro trabajo realizado. A veces es la única recompensa que consigues.
Los hábitos de trabajo de la mayoría de los escritores provienen de los tiempos en que eran principiantes, y en algún nivel de base los hábitos de uno siempre implican un sistema ingenuo de valoración. Obrar conforme a un método que te permite identificar si lo que haces es para ti aceptable.
Parar y retomar cualquier texto durante la jornada te invita a juzgar lo que has escrito. Y disfrutar de un largo intervalo entre grandes proyectos invita a replantearse cosas como: ¿Tengo alguna otra cosa importante que añadir al repertorio de la realidad presente? (Kurt Vonnegut decidió que él no) ¿Aún deseo realizar esta clase de trabajo? ¿Vale un comino[3] lo último que he escrito? ¿Hay algo mejor que podría estar haciendo para dejar una marca importante en las tablas de la civilización? ¿Alguien lee lo que escribo?
Quiero decir que, ¿no son cuestiones estas siempre tan interesantes como el hecho de ser simplemente formidable? ¿No tiene mucho de puro y simple exceso de entusiasmo el estimar los imperativos personales de uno como si fueran asuntos morales? ¿no es eso, tanto como otros aspectos, por lo que nos hacemos escritores en primer término?
Mi opinión de los escritores que admiro no es que sean profesionales tenaces, equipados con un conjunto de habilidades y trucos, ideas claras sobre el camino a seguir para proyectar su carrera y un código ético que les ampare; Sino más bien que son jugadores que llevan a cabo una especie de práctica amateur de una exigencia ferviente, en la que un proyecto acabado no enseña gran cosa sobre el que vendrá después. Y en el caso de las novelas, un proyecto consume casi todos sus recursos y por lo general deja al autor vacío, aturdido y desconcertado con los oídos pitándole.
Por lo tanto, un amplio intervalo que dure un par de estaciones, si no más, o al menos hasta que ya no soportes leer los titulares de los periódicos, mucho menos los artículos que los siguen, puede ayudar a refrescar el yo, a reconfigurar lo nuevo, mientras se abandonan las preocupaciones ya desgastadas, los hábitos, los viejos dejes estilísticos –en resumen, ayudar a “olvidarlo” todo para “inventar” algo mejor. Y al hacer todo esto, rendimos tributo al sagrado acicate del arte– a que todo el yo, la voluntad al completo, estén comprometidos.
En definitiva, lo que parece penoso en torno a la escritura puede no ser lo que alguno cree. Para mí lo que resulta duro son los requisitos de la escritura que hacen del contacto constante y repetido con el mundo una absoluta necesidad; esto es, que yo esté convencido de que nada en el mundo fuera del libro es tan interesante como lo que estoy haciendo en el libro ese día. Lo que resulta más agotador es creer en mis propias estratagemas y pensar que a otros que fueran igual dueños de su tiempo también les convencerían. Para ello, ayuda mucho conocer cuáles son esos deslumbrantes atractivos que aguardan fuera de la habitación y más allá de los límites aceptables de tu propia fantasía.
En algún momento a mediados de Junio me senté a un ritual que, como cualquier otro, ha caracterizado mi vida de escritor: al final de un largo periodo en el que básicamente no hice nada que pudiera considerarse de provecho, regresé al trabajo. Es decir, comencé a escribir de nuevo.
No pretendo hacer que este acto parezca trascendental. No hubo redoble de tambores. La banda sonora no fue la música de 'Rocky'. No hubo banda sonora, sólo los silenciosos, casi imperceptibles cambios en las costumbres cotidianas de un hombre, desde un conjunto de hábitos íntimos, táctiles, a otros.
No más mañanas solitarias frente al televisor, no más desayunar fuera, no más conversaciones profundas al teléfono; tan sólo la típica sopa de cosas que me rondan la cabeza continuamente y que, de pronto, comienzan a reclamar un orden para componer una historia. Fue un poco como esos futuros reclutas de la Armada que se convierten en soldados al instante simplemente por encontrarse en la fila vestidos de paisano. E igual que con los reclutas, mi re-alistamiento a la escritura se acompañaba de un desagradable sentimiento de determinación.
Parar y luego volver a empezar es, por supuesto, lo que hacen todos los escritores. Es lo que hacemos cualquiera de nosotros: terminar algo, hacer un descanso, e ir a otra cosa. Con el tiempo esta repetición es uno de esos signos que nos llevan a decir que somos una cosa y no otra: auxiliar de enfermería, abogado, ladrón de coches, violonchelista: novelista.
Más que para la mayoría de mis colegas escritores, este ritual –parar y volver a empezar- siempre me ha parecido ser un postulado estético, puede que incluso moral. Muchos de mis conocidos, en cambio, simplemente no pueden esperar para seguir escribiendo, como si la naturaleza aborreciera un lápiz parado.
Un amigo (hasta que le eché la bronca) a menudo me llamaba a eso de la hora del cóctel sólo para decirme, ¿“Has escrito hoy?” Otros parecen contemplar la línea del horizonte ansiosos desde el interior de lo que sea que estén haciendo en ese momento, intentando, supongo, capturar un tímido destello de lo siguiente en lo que deberían sumirse. Para ellos la parada que precede el comienzo, el intervalo, es en el mejor de los casos un parpadeo innecesario en una vida dedicada a la constante observación. En el peor, provoca preocupación, incluso miedo.
“No estoy escribiendo”, me contó recientemente un íntimo amigo de Montana. “Es tan deprimente. Deambulo por la casa sin saber qué hacer. El mundo parece tan gris.”
Le aconsejé: “Prueba a encender la Tele. A mí siempre me funciona. Me olvido de todo lo relacionado con la escritura en el instante en que aparece 'Sports Center'.”
Y va en serio. En estos 30 años he puesto un riguroso empeño en pasar grandes épocas alejado de la escritura, tanto tiempo que a veces mi vida de escritor parece implicar más el no escribir que el escribir, un hecho que apruebo sin reservas.
Hay que admitir que en este lapso de tiempo sólo he escrito siete libros, y sobre estos siete no ha habido una aclamación unánime de la crítica. E indudablemente algún sabelotodo argumentará que si hubiera escrito más, si hubiera estado más obsesionado, si me hubiera presionado con mayor dureza, si hubiera sudado más tinta y parado menos, sería mejor escritor de lo que soy.
Pero nunca imaginé que estuviera en este oficio por batir el récord de velocidad del escritor, o para ganar grandes cifras (salvo, espero, grandes cifras de lectores). En cualquier caso, Si hubiera escrito más y parado menos, no sólo me habría vuelto loco del todo, sino que casi con certeza hubiera resultado incluso menos hábil escribiendo historias de lo que ahora soy. En fin, lo que yo haga es mi problema. En definitiva, hay ciertas cosas acerca de nosotros mismos que conocemos mejor que nadie.
La mayoría de los escritores escriben demasiado. Algunos escriben más que demasiado, valorándose por la calidad de su obra acumulada. Nunca pensé en mí mismo como un hombre forzado a escribir. Simplemente elijo hacerlo, a menudo cuando no se me tienta a hacer cualquier otra cosa; o cuando me aborda un sentimiento tétrico de inutilidad, cuando no me hallo y tengo algo de tiempo en mis manos, como cuando se acaba el ‘World Series’.
Diría que solamente en este estado de reposo galvánico estoy preparado para abordar los grandes temas que la literatura reclama: las afinidades entre la dicha y el infortunio, etc. Llámalo mi versión de la inspiración, aunque es muy posible que mi seguimiento de este protocolo incluso me impulse a escribir demasiado. Es difícil escribir tan sólo lo justo.
Obviamente, muchos escritores escriben por motivos distintos al deseo de crear buena literatura para el beneficio de los demás. Escriben (con angustia) para “expresarse”. Escriben para dar un orden, o escapar, a sus interminables días. Escriben por dinero, o por que son obsesivos. Escriben como un grito de socorro, o como un acto de venganza familiar. Bla, bla, bla. Hay un montón de razones para escribir mucho. A veces la cosa sale más o menos bien.
Quizá esta actitud mía aparentemente relajada proviene de haber tenido unos padres de clase obrera que se esclavizaron para que yo pudiera tener una vida mejor que la suya –sin tener que trabajar tan duro- y mi vida sea un tributo a su éxito. Pero sea cual fuere el motivo –perder el tiempo con cualquier otra actividad, como conducir desde New Jersey hasta Memphis, y de ahí a Maine, tan sólo para comprar un coche usado, tal y como hice el mes pasado-, la vida para mí está mucho antes que la escritura; teniendo en cuenta que escribir, al menos si se hace en una proporción espantosa, se parece mucho a trabajar duro. Sé que mi madre y mi padre me apoyarían en esto totalmente.
No es, me apresuro a decir, que escribir resulte siempre algo tan arduo. Desconfía de los escritores que te cuentan lo duro que trabajan. (Desconfía de cualquiera que intente contarte eso). Efectivamente escribir es algo oscuro y solitario, pero realmente nadie tiene por qué hacerlo.
Sí, escribir puede ser complicado, agotador, solitario, enajenante, pesado, fugazmente estimulante; Se puede conseguir que sea penoso y desmoralizante. Y ocasionalmente puede recompensar. Pero nunca es tan duro como, digamos, aterrizar un L-1011 en O’Hare[1] en una nevada nocturna de enero, o llevar a cabo una operación de cerebro cuando tienes que pasar 10 horas de pie, y una vez que empiezas no puedes acabar sin más. Si eres escritor, puedes parar donde quieras, en cualquier momento, y a nadie le importará ni lo sabrá nunca. Es más, los resultados pueden ser mejores si lo haces.
Para mí los beneficios de tomarme un tiempo de descanso entre grandes proyectos de escritura –novelas, digamos- son múltiples y manifiestos. Sobre todo, consigues colocar primero lo vivido. V.S. Prichett escribió una vez que un escritor es una persona que observa la vida desde el otro lado de la frontera. El arte en definitiva (incluso la escritura) está siempre subordinada a la vida, siempre tras ella. Y la vida –ese múltiple, multidimensional tren de mercancías de pensamientos y sensaciones en colisión, que experimentas lejos de tu escritorio, cuando bajas por la calle 56 o conduces camino de Memphis- puede ser muy vigorizante (si lo puedes soportar) además de útil para llenar ese “pozo de la meditación inconsciente”[2], del que Henry James pensó que contribuía a la habilidad de un escritor para conectar, de hecho, la dicha y el infortunio.
El tiempo perdido incluso puede parecer simplemente una buena recompensa por el duro trabajo realizado. A veces es la única recompensa que consigues.
Los hábitos de trabajo de la mayoría de los escritores provienen de los tiempos en que eran principiantes, y en algún nivel de base los hábitos de uno siempre implican un sistema ingenuo de valoración. Obrar conforme a un método que te permite identificar si lo que haces es para ti aceptable.
Parar y retomar cualquier texto durante la jornada te invita a juzgar lo que has escrito. Y disfrutar de un largo intervalo entre grandes proyectos invita a replantearse cosas como: ¿Tengo alguna otra cosa importante que añadir al repertorio de la realidad presente? (Kurt Vonnegut decidió que él no) ¿Aún deseo realizar esta clase de trabajo? ¿Vale un comino[3] lo último que he escrito? ¿Hay algo mejor que podría estar haciendo para dejar una marca importante en las tablas de la civilización? ¿Alguien lee lo que escribo?
Quiero decir que, ¿no son cuestiones estas siempre tan interesantes como el hecho de ser simplemente formidable? ¿No tiene mucho de puro y simple exceso de entusiasmo el estimar los imperativos personales de uno como si fueran asuntos morales? ¿no es eso, tanto como otros aspectos, por lo que nos hacemos escritores en primer término?
Mi opinión de los escritores que admiro no es que sean profesionales tenaces, equipados con un conjunto de habilidades y trucos, ideas claras sobre el camino a seguir para proyectar su carrera y un código ético que les ampare; Sino más bien que son jugadores que llevan a cabo una especie de práctica amateur de una exigencia ferviente, en la que un proyecto acabado no enseña gran cosa sobre el que vendrá después. Y en el caso de las novelas, un proyecto consume casi todos sus recursos y por lo general deja al autor vacío, aturdido y desconcertado con los oídos pitándole.
Por lo tanto, un amplio intervalo que dure un par de estaciones, si no más, o al menos hasta que ya no soportes leer los titulares de los periódicos, mucho menos los artículos que los siguen, puede ayudar a refrescar el yo, a reconfigurar lo nuevo, mientras se abandonan las preocupaciones ya desgastadas, los hábitos, los viejos dejes estilísticos –en resumen, ayudar a “olvidarlo” todo para “inventar” algo mejor. Y al hacer todo esto, rendimos tributo al sagrado acicate del arte– a que todo el yo, la voluntad al completo, estén comprometidos.
En definitiva, lo que parece penoso en torno a la escritura puede no ser lo que alguno cree. Para mí lo que resulta duro son los requisitos de la escritura que hacen del contacto constante y repetido con el mundo una absoluta necesidad; esto es, que yo esté convencido de que nada en el mundo fuera del libro es tan interesante como lo que estoy haciendo en el libro ese día. Lo que resulta más agotador es creer en mis propias estratagemas y pensar que a otros que fueran igual dueños de su tiempo también les convencerían. Para ello, ayuda mucho conocer cuáles son esos deslumbrantes atractivos que aguardan fuera de la habitación y más allá de los límites aceptables de tu propia fantasía.
Notas a la traducción:
[1]O’Hare: Aeropuerto Internacional de Chicago-O’Hare
[2] En el original: "well of unconscious cerebration"
[1]O’Hare: Aeropuerto Internacional de Chicago-O’Hare
[2] En el original: "well of unconscious cerebration"
[3] En el original: “Hill of beans”. Expresión informal. Algo de poco valor.