miércoles, enero 24, 2007

Esperanza o Tras la fecundidad de los acordeones



Lluc, un tipo del que se diría “es la viva imagen de la vejez”, da vueltas y vueltas, desnudo, de un lado a otro de un recorte de gomaespuma que le ha de valer de colchón. No se duerme. A pesar de que no tiene hora –vive en una casa de muñecas de estilo victoriano, donde ningún reloj funciona-, intuye que pronto podría amanecer, de aquí a nada, si no ya mismo. Y lleva así toda la noche, desde que encontrara a su preciosa acordeón Joséphine tendida a los pies de su cama y en un charco de almíbar: sola, soledad absoluta, su cuerpo de fuelle hendido; y nada más. Entonces Lluc, con la elegancia de una tarántula, la colgó en el armario a escurrir la humedad que le quedaba – poca- y esperó tumbado sobre la gomaespuma al nacimiento de otro día.
-No me mires así, que no lo soporto –se queja.
Pero ella ni se mueve, tan sólo un temblor delicado.
A través de esa penumbra que le desdibuja los contornos a la habitación Vivaldi en la que Lluc no puede dormirse, sí alcanza a ver, con una nostalgia que sólo le dan los años, que Joséphine -¡Su Joséphine!, ¡cuerpecillo plisado!- se seca aún más, colgada en la oscuridad del armario oscuro, tan estéril ya como un sonajero. Él se hace pantalla con la mano en la oreja y escucha. Comprueba que de allí –de lo más oscuro- únicamente le nacen ya silencios de solfeo, y una paz huérfana que enfría el aire hasta casi crujir en sus pulmones. Por eso Lluc agarra su último cigarro y se lo fuma, a la vez que revive los otros tiempos, para no tiritar él también en lo que sale el sol.
Hasta hoy su Joséphine, con sus lindos pliegues, ha parido en la otra cama sin descanso y sin que él hiciese falta en lo más mínimo. Entre unos y otras ha dado a luz cerca de cien mil retoños: casi la mitad piccolos y lo restante flautas. Era entreabrir sus piernas de acordeón y Lluc podía ver cómo le brotaban: primero la boquilla –igual en todos los casos- y después un “cuerpín” enano de piccolo u otro un poco más grande si es que al final era flauta. Algo bellísimo. Salían a flote por la habitación como corcheas vagabundas. Ya en el techo cada cual hacía su numerito al compás de dos por cuatro en “la” menor, y con caminar de tango salían después a la ventana para fumarse un pitillo antes de irse a conocer mundo con un “¡Arrivederci!” en sus labios de metal. Para Lluc, que fue hijo único, aquello le resultaba todo un espectáculo. Ella, por su parte, sonreía al ver su descendencia, la sangre de su sangre –inmortalidad al fin y al cabo- fluir más allá de las paredes de laminitas de madera y cartón pintado de la casa de muñecas en la que han vivido siempre.
En todo esto es en lo que piensa Lluc mientras fuma lo más despacio posible.
Claro que con la edad se había hecho al bullicio en lugar de esta calma de despojos, y ahora lo extraña. Pero cree que si no puede dormirse, más que nada, es debido a la culpa que le hace padecer su Joséphine cuando le mira. La siente incluso con los ojos cerrados: cómo ella le arroja unos lazos invisibles que son caricaturas de un deseo. Y le parece que con eso pida –le exige- una ayuda que él ya no puede darle: que la fecunde, que la penetre como si fuera un animal en celo y aún listo para procrear.
Piensa Lluc que, en su delirio, le juzga capaz de ponerle freno a su tragedia de organillo roto, de caja de música que ya no suena, que no sirve; y lo ve algo pueril y sin sentido.
-¡Qué puedo hacer yo a estas alturas, cielo! –susurra nervioso, a la vez que escupe el humo.
Sin embargo, ella no le quita ojo.
Lluc mira su cigarro casi consumido, y el día ni siquiera parece acordarse de su ventana. Se sorprende al comprobar que por primera vez en su vida echa de menos no haber tenido un reloj de los de péndulo –de los que son como un metrónomo boca abajo-, que le indicara cuánto debe esperar. Así que, con la espalda dolorida por dar vueltas y vueltas de una lado a otro de la gomaespuma durante toda la noche, se levanta a descorrer las cortinas y asomarse, para no ver ahí fuera más allá de un palmo de distancia. Entonces se acerca a su Joséphine y le sonríe, compasivo, a sus ojos casi muertos que son como charcas tristes. De cuclillas junto a ella comprueba que se ha desinflado, y que su vulva –qué curioso- le huele a monda de naranja, un olor que a Lluc le evoca recuerdos aparcados de cuando era un niño.
La última calada casi le quema la boca, antes de que el cigarro se le apague. Entonces, desnudo y ovillado como un bebé en el suelo del armario, Lluc embute un pie en el interior de Joséphine, y luego otro con cuidado, escurre las piernas adentro, y desliza la cintura, y el torso... Y al meter por fin la cabeza, escapa de allí una melodía de gaita que parece un aullido de placer interminable.
-Quizá algún día vuelvan –le dice Lluc como de lejos-. Habría que esperar.
Pero lo dice sólo por ganarle algo más de espacio al tiempo.

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Frase de hoy

"Las palabras que prefiere el hombre corriente son las que permiten hablar sin tener que pensar". Dashiell Hammett.