
Ayer cumplí los treinta y cinco. Felicidades, felicidades, y que cumplas muchos más, etc. Tengo barba, canas, patas de gallo, y si me doy un golpe por descuido --o no, lo del descuido--, la zona afectada me duele por varios días. Es decir, ya no puedo enfadarme con el mocoso que se dirija a mí con un “señor, ¿me dice la hora?”. Me alejo de mis comienzos ¿Maduro? La existencia es así. Si bien creí haber llegado a un pacto de no agresión entre los demiurgos y yo, lo cierto es que ellos, insolente pandilla de titiriteros, han incumplido su parte del acuerdo. Y por mí sigue pasando el tiempo, todo él, como si éste no tuviera otras cosas mejores que hacer, así como dejar caer la arena de uno a otro cono del reloj, desplegar telarañas cuidadosamente en los ángulos agudos de un desván en el boulevard Saint Germain, o ponerle el punto final a la historia del penúltimo imperio. Como si el tiempo no tuviera nada mejor que hacer que pasar por mí, pobre de mí. Roto el acuerdo entre las partes, a partir de ahora me siento con derecho a cagarme en dios cada vez que se me antoje. Que esto quede claro, que conste en acta: “Derechos de uno mismo al llegar a los treinta y cinco”, por David Condés. ¿Acaso no podría llegar a ser un best-seller? Por lo tanto amanece hoy y ya son treinta y cinco y un día. ¿Igual que una condena? eso hubiera afirmado yo si aún tuviese treinta y cuatro. Pero ya no los tengo y, en consecuencia, ya no digo esas cosas, pues con los treinta y cinco he madurado. Así que me levanto hoy temprano y trato de ser optimista. Mi mujer ya se ha ido otra semana más a trabajar a setecientos kilómetros de nuestro nidito de amor: ¡menuda mierda! Me ducho y decido ponerme una de sus mascarillas suavizantes para el pelo en mi bigote estropajoso ¡qué cosas tengo! Y verás que con esto toda la mañana atusa que te atuso, pasando el índice y el pulgar por ese acantilado que hay entre las faldas de la nariz y el labio superior, como si yo mismo fuera un osito de peluche o algo aún peor. Ya en la calle descubro que ha debido caer esta noche una bomba nuclear en pleno Madrid. Si a nosotros no nos ha afectado ha sido, me doy cuenta, porque hemos dormido (ella, mi mujer, se marchó a las seis de la mañana camino de la estación) con el aire acondicionado, y las ventanas –cerradas-- de aluminio con rotura de puente térmico, que tan vehementemente me recomendó mi hermano, sí eran de gran calidad. En definitiva, que no hay nadie en Madrid, ni dios –hoy me cago en él tempranito, en dios, éste mismo, que me queda más a mano, haciendo uso del derecho que recién me reconozco--. Qué bonito sería, sin embargo, que hubiera caído --la bomba, o quizá un dios, que harían el mismo daño-- en pleno barrio de Salamanca. Además, en el mes de agosto no habría matado a nadie en ese barrio, pues todos sus habitantes están poniendo huevos en las playas de Sotogrande, Sanjenjo y otros sitios rancios de idéntico calibre, me parece a mí. Al llegar a la oficina, vuelvo a acordarme, una vez más, del mito de Sísifo. En esto soy poco original, lo reconozco --en otras cosas me niego a reconocerlo, y punto. Treinta y cinco años y un día, pienso, al subir los escalones de acceso al edificio de acero inoxidable --¡ni siquiera la esperanza de derrumbe por corrosión le dejan a uno los arquitectos modernos!
Ya sólo me quedan treinta para jubilarme. Sonrío, o acaso es un gesto para evitar el dolor que me produce el sol en los ojos al reflejarse en las paredes de espejo. Treinta años de aburrimiento, de tirarle clips a la secretaria desde detrás de mi monitor; a no ser que los dioses se conmuevan pronto y decidan enmendar sus errores. Así debería ser.
Queridos dioses: si bien habéis incumplido de mala fe el pacto por el cual yo no iba a dejar de ser Peter Pan jamás, prometo en adelante no cagarme en vosotros, siempre y cuando tengáis a bien adelantar la ejecución de nuestro segundo acuerdo, por el cuál yo escribo una pedazo de novela que te mueres, la cual me permite vivir de rentista entre medio siglo y un siglo entero. ¿Qué decís?, ¡oh, dioses! ¡oh, diosas! ¡oh, diosos...!
Ser rentista. Qué gran ambición. ¿No es esto, al fin y al cabo, casi como someter al tiempo? Me parece justo, pues, compensar un pacto con otro. El tiempo pasará por mí, está bien; pero cada vez que se me acerque jugaré cual sádico con él, como si fuera una plasta de “blandiblú”. A cambio, insisto, no me cagaré en ningún dios ya más nunca. Me comprometo.
Bueno, ¿qué?, ¿qué decís...?
¿Hola...?
¿Hay alguien ahí...?