Contradicciones
Leía ayer, en El País, que la editorial Acantilado pondrá a la venta, a partir del 27 de septiembre, el libro Correspondencia, que recoge una selección de 387 entre las más de 10.000 cartas que el museo Tolstoi de Moscú conserva de este gran maestro de la literatura. Este volumen se suma, pues, a los otros dos publicados por la misma editorial (y misma traductora, Selma Ancira) como Diarios de Tolstoi.
Hace tiempo, a propósito del libro Sobre la creación literaria (Fuentetaja) que recogía una acertada selección de cartas de Gustave Flaubert, no pude evitar plantearme ese dilema que, por un lado, me hace recelar de las intrusiones que a menudo hacemos en las parcelas personales de aquellos a quienes admiramos (quizá no todo lo que escribe un escritor debe ser publicado, sino sólo aquello que, al menos, superase su propio filtro); mientras que, por otra parte, despertaba en mí un interés magnífico hacia los posibles hallazgos y las ventajas personales de conocer y, quizá -con mucha suerte-, comprender el consciente y el subconsciente de un genio. Y todo ello, claro, como fuente de mi propio placer.
Hoy este dilema sigue siendo el mismo, aunque debiera reconocer que algo apaciguado. Racionalmente sigo considerando importante el simple hecho de que alguna vez nos detengamos a reconsiderar los aspectos menos prácticos de nuestros actos y más ligados a esos cimientos éticos e ideológicos sobre los que debiéramos apoyarnos (iba a decir “descansar”, que mamón es el subconsciente). Emocionalmente, sin embargo, deseo leer las cartas de Tolstoi.
Llevado a un punto algo más extremo, me consta que mucha gente decidiría que busco problemas donde no los hay, que no se hace mal a nadie con ello, menos aún cuando el autor lleva muchos años muerto. Quizá tengan razón, claro. Y me hablarían de las “ventajas” frente a los “inconvenientes” y aplicarían, como con todo, esa lógica imperante del beneficio humano, del estudio en aras del progreso, etc. Futuro, futuro..., progreso. Esa línea recta con una zanahoria al final, que es la muerte. Por suerte, creo, sin embargo me detengo en estos detalles. Quizá este hábito me haya hecho ganarme el apelativo de “Dr. No” ¿Cómo explicarlo? ¿Cómo hacer comprender al otro? No son ganas de complicar las cosas, sino todo lo contrario. Son ganas de detenerme a contemplar y a tratar de comprender. Son ganas de destruir los aceleradores de partículas, de decir no en cada ocasión que se me quiera imponer otra velocidad que me obligue a la acción sin una extensa y placentera reflexión previa, sin dejar la casa barrida. En este sentido, quiero ver el mundo a la velocidad que lo ve una mosca. Quiero poder preguntarme si, en este caso, el autor deseaba guardar su intimidad en un cajón alejado del progreso. Quiero poder plantearme este dilema (como he dicho antes, algo más apaciguado) sin que suponga un atentado o un insulto a la “cultura”. Quiero poder decir esto y desear, con todo, leer las cartas de Tolstoi.
Hace tiempo, a propósito del libro Sobre la creación literaria (Fuentetaja) que recogía una acertada selección de cartas de Gustave Flaubert, no pude evitar plantearme ese dilema que, por un lado, me hace recelar de las intrusiones que a menudo hacemos en las parcelas personales de aquellos a quienes admiramos (quizá no todo lo que escribe un escritor debe ser publicado, sino sólo aquello que, al menos, superase su propio filtro); mientras que, por otra parte, despertaba en mí un interés magnífico hacia los posibles hallazgos y las ventajas personales de conocer y, quizá -con mucha suerte-, comprender el consciente y el subconsciente de un genio. Y todo ello, claro, como fuente de mi propio placer.
Hoy este dilema sigue siendo el mismo, aunque debiera reconocer que algo apaciguado. Racionalmente sigo considerando importante el simple hecho de que alguna vez nos detengamos a reconsiderar los aspectos menos prácticos de nuestros actos y más ligados a esos cimientos éticos e ideológicos sobre los que debiéramos apoyarnos (iba a decir “descansar”, que mamón es el subconsciente). Emocionalmente, sin embargo, deseo leer las cartas de Tolstoi.
Llevado a un punto algo más extremo, me consta que mucha gente decidiría que busco problemas donde no los hay, que no se hace mal a nadie con ello, menos aún cuando el autor lleva muchos años muerto. Quizá tengan razón, claro. Y me hablarían de las “ventajas” frente a los “inconvenientes” y aplicarían, como con todo, esa lógica imperante del beneficio humano, del estudio en aras del progreso, etc. Futuro, futuro..., progreso. Esa línea recta con una zanahoria al final, que es la muerte. Por suerte, creo, sin embargo me detengo en estos detalles. Quizá este hábito me haya hecho ganarme el apelativo de “Dr. No” ¿Cómo explicarlo? ¿Cómo hacer comprender al otro? No son ganas de complicar las cosas, sino todo lo contrario. Son ganas de detenerme a contemplar y a tratar de comprender. Son ganas de destruir los aceleradores de partículas, de decir no en cada ocasión que se me quiera imponer otra velocidad que me obligue a la acción sin una extensa y placentera reflexión previa, sin dejar la casa barrida. En este sentido, quiero ver el mundo a la velocidad que lo ve una mosca. Quiero poder preguntarme si, en este caso, el autor deseaba guardar su intimidad en un cajón alejado del progreso. Quiero poder plantearme este dilema (como he dicho antes, algo más apaciguado) sin que suponga un atentado o un insulto a la “cultura”. Quiero poder decir esto y desear, con todo, leer las cartas de Tolstoi.
4 comentarios:
Haces bien, joder, haces bien. En hacerte esas preguntas y en decidir a qué velocidad te vas a tomar las cosas. Yo no siempre lo hago, confesando con ello, que a veces cedo al influjo de las modas, los imperativos sociales y demás limitaciones.
Se suceden últimante las noticias sobre este tipo de publicaciones. Al respecto de otra celebridad literaria leí algo similar no hace demasiado (kafka, quizá).
Lo cierto es que desde la óptica que planteas, da cierto miedo comprobar como en pos "del conocimiento" o "la cultura" somos capaces de desempolvar las intimidades de gente que, en vida, quizá no quisieron airearlas.
Indecentes, es lo que somos.
A mi me gustan mucho los diarios y la correspondencia de escritores admirados o no admirados. A veces es entrar a su intimidad, una intimidad que tal vez ellos no hubieran permitido, para saber...
Pero se aprende, quizá no a comprenderlos, pero si de su experiencia en su paso por esta vida.
Leer diarios es una buena manera de conocer a un artista. Yo hace años que escribo un diario, aunque voy trabajando en él a ratos. Ahora, con el blog, me va de maravilla, como a muchos otros supongo.
Ahora que has hablado de Tolstoi me han entrado ganas de releerme Guerra y Paz, fíjate.
Raúl: En primer lugar, quiero pedirte disculpas (y por supuesto al resto) por haberme demorado en la respuesta, pero parece que en el trabajo se han empeñado en mantenerme ocupado. Precisamente, cuando acabo de hablar del placer de detener el ritmo impuesto, llegan los cabrones y me azuzan como a oveja rezagada: qué ironía. ¡Abajo el pastor!
En cuanto a tu comentario, imagino que todos hemos cedido (y cederemos) más de una vez al influjo de las modas y los imperativos sociales, como dices. En definitiva, para eso nos han entrenado desde pequeñitos ¿no? Somos perrillos adiestrados para servir a la voz del amo (...y aquí meto la cuñita ideológica que tanto me gusta –sonrío- )
Yo estoy lleno de contradicciones, lo cual no me parece un defecto, la verdad. Así que, los mismo me gustan los diarios como, a la vez, me puede resultar indecente su publicación. Y, más aún, el beneficio económico de su publicación...
Apostillas Literarias: aprender de ellos se aprende, claro que sí. En suma, los diarios y la correspondencia de estos grandes escritores son más interesantes que algunos tratados de antropología o psicoanálisis. Sin embargo ¿cómo podemos interesanos de verdad por un autor sin que nos preocupe su deseo o nos haga detenernos (aún momentáneamente) la línea fronteriza entre el personaje público y el ser íntimo? Me conformo con esto, con que seamos capaces de pensar: "discúlpame, viejo Tolstoi, por mirar qué guardas en el primer cajón de tu mesilla de noche, pero es que te admiro...".
A lo mejor es que soy un imbécil, pero recuerdo que, cuando de niño abría los cajones de mis padres para "explorar", de algún modo me sentía culpable por traicionar su confianza y por perder el respeto a su intimidad. Es muy importante la intimidad....
¿no crees?
Martín: bienvenido y gracias por tu comentario. Permíteme que utilice esta respuesta a modo de conclusión de todo lo que he dicho hoy: no perdamos el hábito, al menos, de reflexionar también sobre lo que hacemos ya con tanta naturalidad y frialdad.
Lo de escribir un diario siempre me ha resultado extremadamente trabajoso. La verdad es que tengo buena memoria, así que, como no temo olvidar, en lugar de escribir un diario prefiero, de cuando en cuando, hacer de mis recuerdos una ficción, condensarlos en una sólo historia que pocas veces tiene conexión directa con lo "real"; pero que, en cambio, tiene mucho más de "verdad".
Para esto el blog también puede ser un buen escaparate.
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