John Steinbeck: Los comienzos
Otra vez me permito el lujo de traducir un texto para el blog, es decir, para vosotros, porque al blog, desde luego, le traerá sin cuidado lo que yo haga o deje de hacer. Lo que dice seguramente ya lo conocemos todos, pero siempre anima que nos cuente la realidad de la escritura, así podemos lamernos las heridas y acariciarnos los lomos.
NOTA: La primera versión del texto que coloqué aquí era inexacto, puesto que se había sustituido el destinatario original, Edith Mirrielees, profesora de escritura de la Universidad de Stanford, por un supuesto destinatario genérico, al modo de una carta abierta o un consejo para escritores noveles. Solventado el error, pido disculpas.
Aunque debe hacer unos mil años desde que me sentaba en tu clase de escritura narrativa en Standford, recuerdo la experiencia con mucha claridad. Estaba rebosante de energía y entusiasmo y preparado para asimilar la fórmula secreta para escribir relatos breves buenos, incluso geniales. Esta ilusión me la quitaste muy rápidamente. La única forma de escribir un buen relato breve, decías, es escribir un buen relato breve. Sólo después de que haya sido escrito puede ser desmigado para saber cómo se hizo. Es el género más difícil, nos decías, y la prueba reside en los poquísimos relatos breves de carácter genial que hay en el mundo.
La regla básica que nos diste era sencilla y descorazonadora. Para que una historia resultase efectiva tenía que transmitir algo desde el escritor al lector, y el poder de lo que se ofreciera era la medida de su calidad. Más allá de esto, decías, no había reglas. Una historia podría versar sobre cualquier cosa y podría usar absolutamente cualquier medio y cualquier técnica: siempre que fuera efectiva.
Así que allá se fueron la fórmula mágica, el ingrediente secreto. Sin más, nos lanzaste por ese camino solitario y desolador del escritor. Y así nos embarcamos en algunas historias abismalmente malas. Si yo había esperado ser descubierto en la flor de la excelencia, los resultados de mis esfuerzos enseguida me desilusionaron. Y si me sentí injustamente criticado, la opinión de los editores a lo largo de muchos años después se volcaron de tu lado, no del mío. Los malos resultados obtenidos en las historias que escribí en la universidad se reflejaron en las notas de rechazo, cientos de notas de rechazo.
Parecía injusto. Podía leer una buena historia e incluso saber cómo estaba hecha, gracias a tus enseñanzas: ¿Por qué no podía entonces hacerlo yo? Bueno, no podía, y quizá fuera porque dos historias nunca pueden parecerse entre sí. En estos años he escrito muchísimas historias y aún no sé cómo abordarlas, salvo comenzando a escribir y arriesgándome.
Si hay algo de magia en el arte de escribir historias, y estoy seguro de que la hay, nadie ha sido capaz jamás de reducirla a una receta que pueda pasarse de una persona a otra. La fórmula parece residir únicamente en el doloroso anhelo del escritor por transmitir algo que siente que es importante para el lector. Si el escritor siente ese anhelo podrá algunas veces, pero de ninguna manera siempre, encontrar la forma de hacerlo. Debes percibir esa calidad que hace que una historia sea buena, o los errores que hacen que sea mala. Puesto que una historia mala no es más que una historia inefectiva.
No es tan difícil juzgar una historia una vez que está escrita, pero, después de muchos años, comenzar una historia me aterra. Me atrevo a decir que el escritor al que no le asuste vive en la feliz ignorancia de la tentadora y remota importancia del medio.
Me pregunto si recuerdas un último consejo que me diste. Fue durante los ricos y locos años veinte, y yo iba a lanzarme al mundo para intentar ser escritor.
Me dijiste: “Te a llevar mucho tiempo, y tú no tienes dinero. Quizá sería mejor si pudieras ir a Europa”.
“¿Por qué?”, pregunté yo.
“Porque en Europa la pobreza es mala suerte, pero en América es algo vergonzoso. Me pregunto si podrás resistir la vergüenza de ser pobre”.
No mucho tiempo después llegó la crisis. Entonces todo el mundo era pobre y se acabó la vergüenza. Así que nunca sabré si hubiera podido soportarla o no. Pero seguramente tenías razón en una cosa, Edith. Me llevó mucho tiempo: muchísimo tiempo. Y aún continúa, y la dificultad nunca ha ido a menos.
Me lo advertiste.