La verdadera variedad o la imitación puramente formal de la variedad
Lo confieso: la obra de Proust es tan intensa que en ocasiones resulta incluso excusado (al menos yo me excuso a mí mismo) pasar por encima de alguna de sus perlas sin haberlas visto brillar en todo su esplendor: el cerebro, que en realidad es un poco vago, sube a oxigenarse a la superficie desde las espesas profundidades de la prosa y se deja arrastrar por la corriente de un estilo exquisito. Algunas de la grandes obras maestras ejercen una especie de fuerza centrífuga, que obliga al lector a mantenerse alerta y bien amarrado al sentido de lo que se lee, o de lo contrario puede darse cuenta de que lleva una docena de páginas leídas, con la sensación desagradable de no saber muy bien dónde se encuentra ni cómo ha llegado hasta allí.
Confieso, además, que yo utilizo tapones de cera para los oídos cuando leo a Proust. Y no sería ya la primera vez que, con los tapones puestos, regurgitara algún fragmento recién leído y sin digerir. Alguna vez incluso me he quedado dormido en este proceso, en una situación de pesadez mental insalvable y, al mismo tiempo, placentera. ¿Cómo se come esto? No tengo ni la menor idea. La malabestia de Proust tiene, además, la habilidad de escarbar en mi subconsciente y traer hasta el presente recuerdos de experiencias sensoriales muy lejanas que, en cierto modo, me aturden ¿Cómo lo hace? No me voy a meter en esto, claro, no soy tan presuntuoso como para siquiera imaginarme que puedo. Tan sólo quería, a modo de ejemplo, mostraros esta perlita, por la que pase demasiado deprisa la primera vez:
«Y así, sucede con todos los grandes escritores que la belleza de sus frases es imposible de prever, como la de una mujer que todavía no conocemos; es creación, porque se aplica a un objeto exterior en el que están pensando --y no en sí mismos-- y que aún no habían logrado expresar. Un autor de nuestros días que escribiera memorias y desease imitar a Saint-Simon, como el que no quiere la cosa, en rigor podría llegar a escribir el primer renglón del retrato de Villars: «Era un hombre de buena talla, moreno..., con fisonomía viva, abierta, saliente»; pero ¿qué determinismo sería capaz de llevarle a dar con la segunda línea, que continúa: «y, a decir verdad, un poco alocado»? La verdadera variedad consiste en una plenitud de elementos reales e inesperados, en la rama cargada de flores azules surgiendo, cuando nadie lo esperaba, del seto primaveral, que parecía ya incapaz de soportar más flores: mientras que la imitación puramente formal de la variedad (y lo mismo se podría argumentar para las demás cualidades del estilo) no es otra cosa que vacuidad y uniformidad, es decir, lo opuesto a la variedad, y sin con ella logran los imitadores dar la ilusión y el recuerdo de la variedad verdadera es sólo para aquellas personas que no la supieron comprender en las obras maestras»
Confieso, además, que yo utilizo tapones de cera para los oídos cuando leo a Proust. Y no sería ya la primera vez que, con los tapones puestos, regurgitara algún fragmento recién leído y sin digerir. Alguna vez incluso me he quedado dormido en este proceso, en una situación de pesadez mental insalvable y, al mismo tiempo, placentera. ¿Cómo se come esto? No tengo ni la menor idea. La malabestia de Proust tiene, además, la habilidad de escarbar en mi subconsciente y traer hasta el presente recuerdos de experiencias sensoriales muy lejanas que, en cierto modo, me aturden ¿Cómo lo hace? No me voy a meter en esto, claro, no soy tan presuntuoso como para siquiera imaginarme que puedo. Tan sólo quería, a modo de ejemplo, mostraros esta perlita, por la que pase demasiado deprisa la primera vez:
«Y así, sucede con todos los grandes escritores que la belleza de sus frases es imposible de prever, como la de una mujer que todavía no conocemos; es creación, porque se aplica a un objeto exterior en el que están pensando --y no en sí mismos-- y que aún no habían logrado expresar. Un autor de nuestros días que escribiera memorias y desease imitar a Saint-Simon, como el que no quiere la cosa, en rigor podría llegar a escribir el primer renglón del retrato de Villars: «Era un hombre de buena talla, moreno..., con fisonomía viva, abierta, saliente»; pero ¿qué determinismo sería capaz de llevarle a dar con la segunda línea, que continúa: «y, a decir verdad, un poco alocado»? La verdadera variedad consiste en una plenitud de elementos reales e inesperados, en la rama cargada de flores azules surgiendo, cuando nadie lo esperaba, del seto primaveral, que parecía ya incapaz de soportar más flores: mientras que la imitación puramente formal de la variedad (y lo mismo se podría argumentar para las demás cualidades del estilo) no es otra cosa que vacuidad y uniformidad, es decir, lo opuesto a la variedad, y sin con ella logran los imitadores dar la ilusión y el recuerdo de la variedad verdadera es sólo para aquellas personas que no la supieron comprender en las obras maestras»
(Marcel Proust: En busca del tiempo perdido. 2. A la sombra de las muchachas en flor)