lunes, agosto 25, 2008

La verdadera variedad o la imitación puramente formal de la variedad

Lo confieso: la obra de Proust es tan intensa que en ocasiones resulta incluso excusado (al menos yo me excuso a mí mismo) pasar por encima de alguna de sus perlas sin haberlas visto brillar en todo su esplendor: el cerebro, que en realidad es un poco vago, sube a oxigenarse a la superficie desde las espesas profundidades de la prosa y se deja arrastrar por la corriente de un estilo exquisito. Algunas de la grandes obras maestras ejercen una especie de fuerza centrífuga, que obliga al lector a mantenerse alerta y bien amarrado al sentido de lo que se lee, o de lo contrario puede darse cuenta de que lleva una docena de páginas leídas, con la sensación desagradable de no saber muy bien dónde se encuentra ni cómo ha llegado hasta allí.
Confieso, además, que yo utilizo tapones de cera para los oídos cuando leo a Proust. Y no sería ya la primera vez que, con los tapones puestos, regurgitara algún fragmento recién leído y sin digerir. Alguna vez incluso me he quedado dormido en este proceso, en una situación de pesadez mental insalvable y, al mismo tiempo, placentera. ¿Cómo se come esto? No tengo ni la menor idea. La malabestia de Proust tiene, además, la habilidad de escarbar en mi subconsciente y traer hasta el presente recuerdos de experiencias sensoriales muy lejanas que, en cierto modo, me aturden ¿Cómo lo hace? No me voy a meter en esto, claro, no soy tan presuntuoso como para siquiera imaginarme que puedo. Tan sólo quería, a modo de ejemplo, mostraros esta perlita, por la que pase demasiado deprisa la primera vez:

«Y así, sucede con todos los grandes escritores que la belleza de sus frases es imposible de prever, como la de una mujer que todavía no conocemos; es creación, porque se aplica a un objeto exterior en el que están pensando --y no en sí mismos-- y que aún no habían logrado expresar. Un autor de nuestros días que escribiera memorias y desease imitar a Saint-Simon, como el que no quiere la cosa, en rigor podría llegar a escribir el primer renglón del retrato de Villars: «Era un hombre de buena talla, moreno..., con fisonomía viva, abierta, saliente»; pero ¿qué determinismo sería capaz de llevarle a dar con la segunda línea, que continúa: «y, a decir verdad, un poco alocado»? La verdadera variedad consiste en una plenitud de elementos reales e inesperados, en la rama cargada de flores azules surgiendo, cuando nadie lo esperaba, del seto primaveral, que parecía ya incapaz de soportar más flores: mientras que la imitación puramente formal de la variedad (y lo mismo se podría argumentar para las demás cualidades del estilo) no es otra cosa que vacuidad y uniformidad, es decir, lo opuesto a la variedad, y sin con ella logran los imitadores dar la ilusión y el recuerdo de la variedad verdadera es sólo para aquellas personas que no la supieron comprender en las obras maestras»



(Marcel Proust: En busca del tiempo perdido. 2. A la sombra de las muchachas en flor)

miércoles, agosto 13, 2008

Escribe una frase tan verídica como sepas

Será una exageración; pero no es imposible llegar a pensar que si giro seis veces sobre los talones mientras silbo “La vaca lechera”, de la Radio Orquesta Topolino; si aprieto el botón de encendido del ordenador con el dedo meñique; si me paso la punta de la lengua diecisiete veces por el hueco de la muela que me quitaron hace un año, o si, en su defecto --si el diecisiete está gafado temporalmente-- la paso en series de dos o cuatro pases rápidos, siempre y cuando el total de incursiones de la lengua en el agujero nunca dé como resultado ni tres ni múltiplos de tres; entonces, y sólo entonces, podré escribir como es debido. Así de complicado puede llegar a ser encontrar el verdadero momento, el instante preciso en que las musas, el café, el picor de orejas y otros elementos esenciales de la escritura se acoplen para brindarnos una sesión de escritura. “Algún día no tendré sueño por la tarde, algún día escribiré un poema que encenderá volcanes en las colinas que están ahí fuera”, dice Bukowski (gracias, Viajero Solitario por enseñarme este poema). Es complicado, claro, porque ese instante no existe. No existe esa tarde en la que no tendré sueño. Que me corrija alguien si me equivoco; pero creo que fue el inefable Paco Umbral quien dijo que un escritor siempre puede escribir, igual que un pianista siempre puede tocar el piano. Es decir, que para escribir uno sólo tiene que ponerse a ello. Otra cosa es lo que salga de ahí, o el esfuerzo de no sucumbir a las tentaciones más allá del escritorio y de nuestra endiosada imaginación.
¿Quieres escribir? Escribe. ¿Quieres escribir la obra más grande de todos los tiempos? ¿en serio? ¡Venga ya...! Jua, jua, jua.
¿Por qué la culpabilidad? Lo difícil de lo que propone Ford no es hacer cualquier otra cosa que nos apetezca en lugar de escribir, lo difícil es no sentirse culpable por no estar escribiendo. Quizá pensemos que ese poema (relato, novela, haiku, aforismo, etc.) que encenderá volcanes en las colinas de ahí fuera está siendo sacrificado, un aborto ilegal, porque no escribimos.
El consejo de Natalie Goldberg a los nuevos escritores: considera que un día sin escribir es un día perdido. Demasiada presión, creo yo. Vale, a escribir se aprende escribiendo, pero la creatividad puede morir de sobredosis de escritura. Escribir tiene mucho de descenso a los terrenos del subconsciente, mucho de sesión espiritista en la cual el escritor busca llegar al trance con su propio espíritu. Pero ese es, quizá, el punto más álgido del proceso, al que no se llega siempre. Quizá así sea mejor, por mantenernos lejos de una crisis nerviosa por exceso de ambición literaria.
Como dice Enrique Páez, para querer ser escrito hace falta ser masoquista. Y, sin embargo, qué sensación --¡qué sensación!-- esa de haber escrito bien, de haber acabado lo que te proponías, de haber fluido por el texto de esa manera siempre inesperada y extraña que tiene el fluir por el texto, y así poder bajar los largos tramos de escalera teniendo la conciencia de que el trabajo se ha dado bien...


"Era una maravilla bajar los largos tramos de escaleras y tener conciencia de que el trabajo se me había dado bien. Cada día seguía trabajando hasta que una cosa tomaba forma, y siempre me interrumpía cuando veía claro lo que tenía que seguir. Así estaba seguro de continuar al día siguiente. Pero a veces, cuando empezaba un cuento y no había modo de que arrancara, me sentaba ante la chimenea y apretaba una monda de mandarina y caían gotas en la llama y yo observaba el chisporroteo azulado. De pie, miraba los tejados de París y pensaba: «No te preocupes. Hasta ahora has escrito y seguirás escribiendo. Lo único que tienes que hacer es escribir una frase verídica. Escribe una frase tan verídica como sepas.» De modo que al cabo escribía una frase verídica, y a partir de allí seguía adelante. Entonces se me daba fácil porque siempre había una frase verídica que yo sabía o había observado o había oído decir. En cuanto me ponía a escribir como un estilista, o como uno que presenta o exhibe, resultaba que aquella labor de filacterio y de voluta sobraba, y era mejor cortar y poner en cabeza la primera sencilla frase indicativa verídica que hubiera escrito. En aquel cuarto tomé la decisión de escribir un cuento sobre cada cosa que me fuera familiar. Tenía esa intención presente siempre que escribía, y me daba una disciplina buena y severa.
En aquel cuarto aprendí también a no pensar en lo que tenía a medio escribir, desde el momento en que me interrumpía hasta que volvía a empezar al día siguiente. Así mi subconsciente haría su parte de trabajo y entretanto yo escucharía lo que se decía y me fijaría en todo, con suerte; y aprendería, con suerte, y leería para no pensar en mi trabajo y volverme impotente para rematarlo. Bajar la escalera cuando el trabajo se me daba bien, en lo cual entraba suerte tanto como disciplina, era una sensación maravillosa y luego estaba libre para pasear por todo París."

(Ernest Hemingway. "París era una fiesta")

lunes, agosto 11, 2008

Quiero Ser Rentista (Digresión Ético-Etílica Ante Mortem)

Ayer cumplí los treinta y cinco. Felicidades, felicidades, y que cumplas muchos más, etc. Tengo barba, canas, patas de gallo, y si me doy un golpe por descuido --o no, lo del descuido--, la zona afectada me duele por varios días. Es decir, ya no puedo enfadarme con el mocoso que se dirija a mí con un “señor, ¿me dice la hora?”. Me alejo de mis comienzos ¿Maduro? La existencia es así. Si bien creí haber llegado a un pacto de no agresión entre los demiurgos y yo, lo cierto es que ellos, insolente pandilla de titiriteros, han incumplido su parte del acuerdo. Y por mí sigue pasando el tiempo, todo él, como si éste no tuviera otras cosas mejores que hacer, así como dejar caer la arena de uno a otro cono del reloj, desplegar telarañas cuidadosamente en los ángulos agudos de un desván en el boulevard Saint Germain, o ponerle el punto final a la historia del penúltimo imperio. Como si el tiempo no tuviera nada mejor que hacer que pasar por mí, pobre de mí. Roto el acuerdo entre las partes, a partir de ahora me siento con derecho a cagarme en dios cada vez que se me antoje. Que esto quede claro, que conste en acta: “Derechos de uno mismo al llegar a los treinta y cinco”, por David Condés. ¿Acaso no podría llegar a ser un best-seller? Por lo tanto amanece hoy y ya son treinta y cinco y un día. ¿Igual que una condena? eso hubiera afirmado yo si aún tuviese treinta y cuatro. Pero ya no los tengo y, en consecuencia, ya no digo esas cosas, pues con los treinta y cinco he madurado. Así que me levanto hoy temprano y trato de ser optimista. Mi mujer ya se ha ido otra semana más a trabajar a setecientos kilómetros de nuestro nidito de amor: ¡menuda mierda! Me ducho y decido ponerme una de sus mascarillas suavizantes para el pelo en mi bigote estropajoso ¡qué cosas tengo! Y verás que con esto toda la mañana atusa que te atuso, pasando el índice y el pulgar por ese acantilado que hay entre las faldas de la nariz y el labio superior, como si yo mismo fuera un osito de peluche o algo aún peor. Ya en la calle descubro que ha debido caer esta noche una bomba nuclear en pleno Madrid. Si a nosotros no nos ha afectado ha sido, me doy cuenta, porque hemos dormido (ella, mi mujer, se marchó a las seis de la mañana camino de la estación) con el aire acondicionado, y las ventanas –cerradas-- de aluminio con rotura de puente térmico, que tan vehementemente me recomendó mi hermano, sí eran de gran calidad. En definitiva, que no hay nadie en Madrid, ni dios –hoy me cago en él tempranito, en dios, éste mismo, que me queda más a mano, haciendo uso del derecho que recién me reconozco--. Qué bonito sería, sin embargo, que hubiera caído --la bomba, o quizá un dios, que harían el mismo daño-- en pleno barrio de Salamanca. Además, en el mes de agosto no habría matado a nadie en ese barrio, pues todos sus habitantes están poniendo huevos en las playas de Sotogrande, Sanjenjo y otros sitios rancios de idéntico calibre, me parece a mí. Al llegar a la oficina, vuelvo a acordarme, una vez más, del mito de Sísifo. En esto soy poco original, lo reconozco --en otras cosas me niego a reconocerlo, y punto. Treinta y cinco años y un día, pienso, al subir los escalones de acceso al edificio de acero inoxidable --¡ni siquiera la esperanza de derrumbe por corrosión le dejan a uno los arquitectos modernos!
Ya sólo me quedan treinta para jubilarme. Sonrío, o acaso es un gesto para evitar el dolor que me produce el sol en los ojos al reflejarse en las paredes de espejo. Treinta años de aburrimiento, de tirarle clips a la secretaria desde detrás de mi monitor; a no ser que los dioses se conmuevan pronto y decidan enmendar sus errores. Así debería ser.
Queridos dioses: si bien habéis incumplido de mala fe el pacto por el cual yo no iba a dejar de ser Peter Pan jamás, prometo en adelante no cagarme en vosotros, siempre y cuando tengáis a bien adelantar la ejecución de nuestro segundo acuerdo, por el cuál yo escribo una pedazo de novela que te mueres, la cual me permite vivir de rentista entre medio siglo y un siglo entero. ¿Qué decís?, ¡oh, dioses! ¡oh, diosas! ¡oh, diosos...!
Ser rentista. Qué gran ambición. ¿No es esto, al fin y al cabo, casi como someter al tiempo? Me parece justo, pues, compensar un pacto con otro. El tiempo pasará por mí, está bien; pero cada vez que se me acerque jugaré cual sádico con él, como si fuera una plasta de “blandiblú”. A cambio, insisto, no me cagaré en ningún dios ya más nunca. Me comprometo.
Bueno, ¿qué?, ¿qué decís...?
¿Hola...?
¿Hay alguien ahí...?

Frase de hoy

"Las palabras que prefiere el hombre corriente son las que permiten hablar sin tener que pensar". Dashiell Hammett.