Del fuego en el hogar
No encuentro nada que nos falte.
Tenemos gasolinera propia, Lilit y yo, un hogar de lujo en mitad del desierto. Se alza sobre las grandes dunas y los primeros espejismos, con los surtidores en acero inoxidable, limpios y garantizados de por vida. Al fondo de la parcela, un Snack-bar en cartón piedra que imita con una acierto indiscutible el color y la forma de una calabaza de Halloween, en dos alturas. Desde el segundo nivel de la calabaza, donde compartimos las noches, por costumbre, en las horas con pereza de dormir me asomo y veo arder otras gasolineras no muy distintas a lo largo del desierto, aquí y allá, como fuegos fatuos.
¿Qué no tenemos? Me pregunto yo.
Más allá de la gasolinera somos padres de una chiva enana y del primer tomo de un curso actualizado de derecho civil. Constituimos un todo, entre los cuatro. Y cada cual tiene su carácter, a qué negarlo. Pero los domingos olvidamos cualquier diferencia, gasolinera y Snack-bar, por asistir en familia a clases de yoga.
-¿A ti te gusta el yoga? –me pregunta Lilit algunas veces.
-Claro.
-De lo contrario, me lo dirías ¿Verdad?
-Claro –contesto sin dudar, siempre, aunque en ocasiones pueda sentir reparos o acuse un miedo atroz a perderlo todo.
En la última puesta de sol con cielo púrpura e indicios de tormenta eléctrica, a finales del pasado octubre, tuvimos un sobresalto: mi hija se levantó sonámbula, delirante, y más allá de toda explicación razonable fue a embestir a un tipo de rostro ceniciento que sólo estaba allí por casualidad, para repostar. Con aquel señor aún buscando a gatas sus lentes en la arena, la pequeña orinó sobre su mapa y le mordió rabiosa el neumático de repuesto; y no hubo forma humana de impedirlo, hasta que hurgó en la guantera de la berlina y consiguió engullir un ramillete de encendedores de mecha, todos idénticos. Lo pasamos mal, su madre y yo. Por suerte el hombre no quiso denunciarla. Adoro a mi hija; pero, la verdad, me tranquiliza creer que su hermano cuidará de ella como es debido si Lilit y yo hemos de faltar, quién sabe. Él es un chico recto y sensato. Desde aquel incidente nunca olvido pagar en plazo nuestros seguros.
¿Qué más?
Tenemos una velada al año, la de Todos los Santos, en que ninguna otra gasolinera atrae a tanta gente. Algunas familias nos cuentan, sentados sobre la arena, que conducen durante horas esquivando incendios impredecibles, llamas cautivadoras como sirenas, con el fin de pasear un rato entre los surtidores de acero impolutos, especulares. Hay quienes toman fotografías de la calabaza antes de partir.
Es lo que tenemos.
Y está bien.
La vida es esto.
Esto y el placer de imaginar cuál será la noche en que, además, nos alcance el fuego.